viernes, 18 de abril de 2008

Cuando menos pienso

Cuando menos pienso, la necesidad de tener presente un pensamiento se hace mucho más intensa. Y es cuando prefiero evitarlo lo que me hace escéptico. Si tan sólo pudiera deshacerme de los pensamientos dejaré de juzgar mis estados y me abandonaré a mí mismo. Un torbellino silencioso se apodera de mi oído y más deseo permanecer así para siempre. Pero emerge un pensamiento. Un ruidoso pensamiento. Y estoy. Vuelvo a estar, ¡maldita la hora en que emergió ese pensamiento! La frustración y la pérdida entonces se confabulan contra mi paz. Sí. Una guerra civil de polos iguales y opuestos se confabulan contra mi voluntad. Pero la voluntad es pensamiento y si tan sólo pudiera ubicar a la voluntad lejos, pero bien lejos, de algún pensamiento póstumo al menos, mi dicha volverá a tenderme los brazos.

Y me abrazará.

Es entonces que miro el suelo porque sé que aquello no ocurrirá nunca. Sé que permanentemente estaré pendiente de un no-pensamiento para dejarme no estar para siempre. Pero siempre estoy. Siempre sigo. Siempre conspiro con el estar y siempre pierdo porque no quiero dejar de estar. Y lloro un rato. Un rato nada más porque las lágrimas se secan antes de salir. No. No es que el llanto sea vano. Lo vano, aunque uno no lo crea, es el estado que me sume en la tristeza y que, a su vez, me eleva al llanto. No. Yo no lloro en vano. Ya he dicho. Lo vano es eso que hace que me salgan lágrimas secas. Una especie de “no sé qué me pasa” pero con aires de una cínica felicidad.

Felicidad pero de la que se tiñe de oro cuando alcanza uno la plenitud. Bueno, pero no dejo de llorar. Sí. Sé que procuro pensar en otra cosa. Sé que intento desconcentrarme en lo que me sume en la tristeza. Sé que busco tangentes para ir por ellas y desembocarme en otros espacios. Espacios de pensamiento, en fin. Pero… ¿qué estoy haciendo? Estoy pensando otra vez.

No. No debería estar pensando. Si lloro, igual pienso. Entonces debería también dejar de llorar. Acabo de descubrir que, llorando, no conseguiré olvidar el pensamiento. Es definitivo. Sigo pensando entonces… Aunque no debería, claro. Pero la cosa es sencilla. Tanto el pensamiento como la voluntad son unidades que podríamos ubicar en el mundo de los números racionales. Se sabe que entre dos números racionales existe una infinita cantidad de números. Lo mismo ocurre con la voluntad y el pensamiento. Entre ambos existe un mundo infinito que, esencialmente, encarna a la nada. La nada es infinita en esencia también. Lastimosamente es relativo eso y Hermes Trismegisto debería estar riéndose de mí en alguna plataforma ajena a esta dimensión. En fin. Tanto la voluntad como el pensamiento juegan conmigo como si fuera una pelota. Y yo lo sé. Supongamos que entre la voluntad y el pensamiento corre un angosto río: el río de la nada. La voluntad y el pensamiento juegan con una pelota la cual es lanzada sobre el río a las manos del otro contrincante. La voluntad lanza la pelota al pensamiento quien, sin dejarla caer al río, la devuelve a la voluntad. De esta manera transcurre el juego. Lo triste es que la pelota soy yo. Soy el maldito lazo que mantiene unidos al pensamiento y a la voluntad. Si mi deseo es caer de una vez en el río de la nada sin caer en manos de ninguno de estos dos apestosos y vanos contrincantes, entonces debería dejar de pensar.

Creo que debo dejar de escribir.

2008