miércoles, 8 de febrero de 2017

El "Glosario Vivo" del Juan Carlos Dos Santos es best seller

El libro “Glosario Vivo 1.0 de Términos Musicales”, del maestro Juan Carlos Dos Santos, director de la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN), y de su padre Carlos Dos Santos,  logra el record de ventas a pocas horas de ser lanzado, lo que lo convierte en best seller en la famosa tienda de ventas online Amazon.
Este material fue editado en España por la Escuela de Dirección de Orquesta y Banda “Maestro Navarro Lara” y es el resultado de un minucioso trabajo de investigación y recopilación de los autores, que contiene el vocabulario actualizado con nuevos términos técnicos utilizados en la música actualmente.
El libro contiene 2.500 términos musicales de la teoría de la música, el lenguaje musical, la armonía, el contrapunto, la historia de la música, la acústica, la psicoacústica, la musicología, la etnomusicología, la música electrónica, la morfología musical y la organología, principalmente en español, italiano, latín, alemán, inglés y francés, para lo cual se han revisado cientos de libros y partituras a lo largo de muchos años.
El libro fue puesto a la venta en Amazon el jueves 15 de diciembre consiguiendo superar las expectativas de inmediato. En menos de 24 horas se vendieron más de 8.000 ejemplares.
El mismo se presenta en su versión 1.0 con la intención de ser como un organismo vivo que crece, se modifica, adquiere nuevas características, se adapta y se nutre de nuevas energías.
Para eso los lectores que deseen sumarse a ésta dinámica pueden enviar propuestas respecto a términos que no estén incluidos en él, o modificaciones de los que ya están, correcciones o ampliaciones, lo que permitirá ampliar el glosario en próximas versiones.
El maestro Dos Santos es un profesional paraguayo de gran trayectoria como violoncellista, director de orquesta, docente universitario, gestor cultural e investigador, y con éste libro hace un aporte significativo de gran interés cultural y educativo.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Sos lo que no hay

Dentro del crepúsculo de ilusiones venideras
la gula de artista se embriaga de mi pensamiento.
Ya añoro las mañanas futuras al lado
de mi padre artista
y hermano misericordioso que
sus palabras mágicas
me donó piadoso.

Hay baches de fracaso
en el condominio de mis frustraciones
y sus fuertes brazos
de la perdición de esos agujeros negros
salvaron mi espíritu bohemio
y esa alma loca que
lleva el pedazo de canto en la boca.

Ha salvado mis flores.
Ha extinguido mi desdicha.
Nos cruza el Atlántico
pero hasta allá volaré presto,
algún día.
Lo dejo ahora, no para siempre,
pero con la magia de haberle conocido.


(a Jota, con aprecio)

domingo, 29 de mayo de 2011

La ridiculez al suelo y boca abajo

Más allá de notar la estupidez más grande de incorporar cascos tipo “cabeza de hormiga” en la moda europea por parte de diseñadores como Yves Saint Laurent o Gucci, traté de encontrar el sentido para definir qué tipo de cosas hace hacer la moda a una modelo anoréxica cuya foto en pasarelas se divulga por todo el mundo. Al poco tiempo empezaron a colarse en el muro fotos de personas acostándose boca abajo de manera tiesa, al parecer. De hecho, la primera foto que vi era de una conocida mía que utilizaba dos sillas cuyos respaldos hacían función de soportes para ambos lados del cuerpo (zona pies y zona tórax). Antes de encontrarle el lado ridículo, pensé que estaba haciendo la simulación de una sesión de hipnotismo donde uno de los números artísticos suele consistir en que el mago deje tiesa como un palo a la persona y a la que después recuesta en cualquier lugar sin romper la tensión del cuerpo.

Sin embargo, al notar figuras iguales en otras fotos de conocidos que iban subiéndose, concluí que todo eso se trataba nada más y nada menos que de un síndrome colectivo provocado por la moda. En este caso el diagnóstico asciende a “síndrome” ya que es más trascendental que un diseño de Gucci pues no vemos por las calles de Buenos Aires o Asunción mujeres con cascos tipo “cabeza de hormiga”. Incluso, este síndrome tiene un nombre y todo: planking.

El fenómeno tardó como 7 años en venir a Paraguay y, como somos pioneros en utilizar lo desechable o lo ya usado por otras sociedades, por supuesto que ya se convierte en una moda en este agujero del vyroreí. Luego de leer varias definiciones en la web de esta absurda tendencia, me quedo con esta: el planking consiste en tumbarse boca a abajo, tieso como una tabla, en lugares peculiares y tomarse fotos para subirlas en Internet.

¿Existiría algo más original y creativo que tumbarse boca abajo en cualquier lugar y ser fotografiado? Podría ser algo así como cantar desafinado en medio de la calle y aturdir a los transeúntes, comerse las uñas del pie en una plaza o tocarse el sexo al lado de un monumento emblemático, los cuales me resultan más desafiantes y, por lo tanto, divertidos que el tomarme una fotografía en poses ridículas y hacer gastar megas de memoria la máquina del receptor que debe procesar estos datos innecesarios. El hecho de copiar esta tendencia implica el serio grado de inferioridad del coeficiente intelectual del individuo no sólo por permitir que éste se identifique con cualquier cosa al punto de copiarlo para hacer lo mismo, sino por no ser capaz de crear algo más innovador y que desplace del mercado virtual a la moda que tiene como idiotas al 90% de los individuos.

Julius, en una mañana linda de domingo; en un ataque de misantropía necesaria.

martes, 24 de mayo de 2011

Oda olímpica

“Mens sana in corpore sano”
(Décimo Junio Juvenal)

Cual furia labrada en el terreno por Alcmena recogido,
a los celos de Hera dos serpientes accedieron
que la inocente pureza del heroísmo virginal
en la cuna del beato se propusieron a ahorcar.
Mas la bendición divina por la semilla concebida
mataron a estas bestias tras el aire que pronto expulsaron
por las manos inmaduras del ingenuo inmortal
que indolente las despacha cual soldado veterano.


Oh, el dolorido cincel que graba el bronce vital
del destino que mostróse cruel para Heracles,
sella febril una condena acaso inmortal
a la existencia del héroe que rudo aguardará.
Y la gloria del porvenir acaso irreal
vivirá en las cabezas de la Hidra del Lerna;
con rudo estupor él ciñe la espada
y la sangre fulmina un destello triunfal.


Pero la conquista de doce empresas fatales
no justifica el acabamiento de Megara,
que un desafío para el destino del hombre
sería el argumento de la muerte de sus hijos.
Y en honor a las hazañas por él mismo abatidas
funda la tierra máter de la misión homérica al humano
retando la capacidad acaso de límites carnales,
se desprende la pugna de mil dudas a zanjar.


Y en los cimientos de la Olimpia se levantan colosales
las pilastras del templo del rey de los dioses;
Hera y Deméter custodian las diestras
en el terreno de intangible poderío natural.
Pero un historial competitivo se revela
por el sudor hastiado que riega el sedimento
de corpulentos transportes con piedras calizas
que báñanse en las jónicas aguas del Alfiós.


Mas la obra de Fidias que parece invulnerable
tallada en el mármol de supuesto inacabar
lega al destino humano el magno deber
de imitarla perfecta para saldarla invicta.
Pero no hay oro ni marfil que confiéranse a Zeus
en toda la Olimpia de mármol opulenta,
pues la mente del hombre figura en la piedra
que a merced del talento hoy ha de tallarse.


Por la primacía de trescientas jornadas veloces,
el gimnasio de Élide entrena a los áticos
que la sangre auténtica y pura acopian
en sus venas de bronce, hercúleo metal.
Y cuando relumbran la perfección y el heroísmo
del hombre capaz de retar a los dioses,
en el éter un eco vociferando victorias,
diafaniza el azur del empíreo observante.


Si el cuerpo, la mente y el alma impugnan
la fusión poderosa de hiel y ventura,
en la arena turbada y vivaz se atesoran
las huellas de las grebas del valiente titán.
Pero a los pies del templo del soberano se explota
la portentosa aptitud que compite ferviente;

ya la mente pujante resuena la gloria
y, hallando la perfección aguija sapiencia.


Y los nervios de la siniestra del discóbolo lanzan
el platino que refleja los rayos de Apolo
cuyo eterno albor llamando a los hombres,
retará a su brío y les concederá la gloria.
Y la fuerza demostrada por los gladiadores
sacude la arena, ¡ellos insisten revancha!
En el campo el triunfo podría sonarse
por parte del que guarda la magna agudeza.


Ya la antorcha bravea con llamas candentes
ensalzando el furor de la auténtica lucha.
Sano el espíritu y recio el cuerpo
perduran unidos en la esencia humana.
Y el suspiro encendido que vierte el esfuerzo
con ardor desgastando las fuerzas biológicas,
demuestra la potencia del triunfo anhelado
que delega laureles la franca Mnemosina.


Toma el espíritu, Oh, Olimpia, del altivo vigor,
pues la vil ignorancia a tus vasallos se postra;
no hay ménades que opriman la grandeza de Orfeo
y encorvan las rodillas los fieros malvados.
Heracles sonríe mientras vislumbra la arena
que el fracaso de los iletrados mortal engulló;
ahora un bastión se exalta magnánimo
con fuerza amparando la sofía humana.


Urano y Nereo conducen llegados
a Grecia, anfitriona, del espectáculo olímpico.
Se inaugura una competencia de perfil mundial;
ya los pueblos gladiadores sus banderas flamean.
Fogonazos coloridos destellados al cielo
ya alaban a la furia de la gran competencia
y desfilan los atletas que aspiran ganar
la recompensa de las manos del grande Zeus.


Do caen grandes aguas el pueblo se alegra
con júbilo honrando hasta a la América austral;
hoy la bella plata bruñida se encuentra
timbrando el trofeo de la fuerza indo latina.
Mas aquellos que pisan el suelo demiurgo,
glorificando la bandera plácida, justa y libre,
prudentes viajaron por los senderos de Océano
para llegar al metropolitano estadio sagrado.


Y ovaciona el mundo el poderío olímpico,
las musas apadrinan a los hijos de Palas.
La épica narrada por siempre resuene
avalada por la pugna de una justa devoción.
El pentathlon al infinito marche de Olimpia
y divise un lejano colofón universal:
¡Las necias cabezas extintas se encuentren!
¡Al culto lauree un perpetuo galardón!


3er Puesto - Categoría "No profesional" - Premio Cabildo (Poesía) - 2004

domingo, 22 de mayo de 2011

Penumbra

Las nubes parecen un suspiro del alma esfumada
con la tácita mente que mira una tormenta templada.
Buscando un cobijo en los brazos del viento,
vislumbra al horizonte, esclavo del tiempo.

El vacío está remolinando las sobras de la oscura penumbra;
Es siervo en zozobra de la implícita luz que deslumbra
una potente energía débil que no lo abraza
en un sombrío infierno opaco de arduas brasas.

Destierro que descarta un ciego a sus fieles ojos muertos
como un mortal despojado de sus pobres sentimientos
ya postrado y resignado sin dominio a su voluntad,
misericordia clama por su inocente lealtad.

Vivo como un momento nacido entre versos leídos en voz que se eleva,
hijo de ninfa débil, apenada a un romance del amor que no vuela,
el eco se apaga, la sombra se va,
se cierran sus ojos, su vida acaba ya.

Por: Carolina Canese / Julio José Torres
26 de noviembre de 2002



jueves, 19 de mayo de 2011

Dieciséis minutos. La paranoia. El beso

Cuando una luciérnaga se precipitó en la oscuridad el fresco en los yuyales se hizo contundente. La excesiva humedad arrastrada por la brisa me recordó esa leve alergia que exige un estornudo. Habíamos ido con mi interesante y aún no besada amiga a recorrer calles y, en medio de la insoportable levedad de la conversación, nacieron las reflexiones que no dejan en paz a algunos locos. Sí. Demasiada reflexión vuelve locos a los aparentemente normales. Ella estaba dispuesta a aceptar el desafío de que las reflexiones profundas pueden ser controladas por uno para evitar que surjan divagaciones y pedos mentales. Si los principios y las propiedades del ser nunca han sido capaces de definir este tipo de fenómenos de aquél en cuanto a tal, como viles metafísicos nos moriremos de hambre. Entonces, sólo nos queda optar por el camino de la fluidez y dejar que todo termine según el curso que se haya tomado. Cualquier reflexión es inconclusa siendo que ninguna es franca y contundente. Muchos prefieren optar sólo por investigar la capacidad de cavilar que tiene la mente o buscar una respuesta a alguna duda. Definitivamente eso da lugar a reflexiones y es más natural que tratar de investigar la capacidad de cavilar de la mente, como lo hacen los sofistas de la nueva generación que pretenden apabullar a uno con pseudo-divagaciones.

Tengo diecisiete años. Camino con una interesante mujer lo cual me resulta más fructuoso que jugar videojuegos con los perros. En los videojuegos todo es predecible: una jugada, una caída y hasta los trucos. Todo es imaginable y definido siendo que hasta el final del juego también lo es. Es por eso que desperdiciar energía en videojuegos durante la noche es un pecado que no da lugar a experimentar la fluidez de las reflexiones que podría brotar en una caminata con una interesante y aún no besada amiga. Esta noche, como otras noches y como toda reflexión, es indefinida. Me cansa planificar lo que haré en los próximos minutos o en las próximas horas. Si el futuro es incierto, ¿el presente también lo es? Observo un momento la mirada de mi acompañante para luego detenerme en esos labios tan pálidos y pienso en el riesgo. El riesgo de recibir un regaño o una bofetada si oso besarla. Demasiada espontaneidad les molesta a todos los humanos. Si todos fuéramos espontáneos recibiríamos sin ningún temor cualquier sorpresa. Por ejemplo la caricia de una persona mayor, la puñalada de algún delincuente, un baldazo de pintura y hasta la bocina de un autobús. Ser espontáneos no es ser estoicos sino es ser más neutros de lo normal. Pero existen los riesgos. Al menos en mí que todavía no obedezco a la idea de que el futuro es incierto. El riesgo implica futuro pues indica la posibilidad de que ocurra algo y, para colmo, malo. Si intento centrarme en la espontaneidad de mi actuar y ser un impulsivo, el riesgo sería, como en toda persona impulsiva, un mero y vano prejuicio.

Sus cabellos ondulan en el aire. Son los mismos que aquellos que ondulaban en el aire de un veinticuatro de septiembre. Parecían bañarse en las aguas transparentes de cualquier río paraguayo que haya permanecido limpio durante las primeras décadas del siglo veinte, época en que se fabricaba poco plástico y casi todo residuo era biodegradable. Pero no. Me refiero a los limpios ríos de antaño. No imagino ríos extranjeros cuyas fotos para publicidad turística se retocan hoy para la Internet. Tampoco ella es un retoque fotográfico. Tiene los cabellos negros y contrastan con esa transparencia en el protóxido de hidrógeno que cubre la arena blanca de nuestro suelo. No sé qué pensará de mis cabellos. Probablemente nada. Lo que me interesaría saber es que pensaría de mi boca. Es consecuente conmigo en todo y aún nunca nos hemos besado. Quizás no le guste. No, no es tomar a la ligera una relación amistosa heterosexual. Si fuera así, todos besaríamos a las amigas con las que más cosas compartimos. Ella es tan especial que la deseo. En momentos como este es que uno se encuentra entre el saltar a la piscina o bailar un rato en el trampolín. Me detengo en esos casos. En este momento, sería lo mejor bailar en el trampolín y, por lo tanto, seguiré reflexionando al respecto y en el riesgo que corro de recibir una cachetada de las que se ven en novelas mexicanas cuando uno pretende besar a la doncella.

-- Compraré cigarrillos – dijo y se detuvo en el kiosco.

El despensero aprobó el pedido con una sonrisa fingida y picaronamente estúpida. Nunca vio los resultados luego de verme siempre acompañarla a su casa entonces sólo le queda burlarse de los infortunados. En medio de la cachaca y la cumbia que retumba en la cuadra me siento un infortunado porque todavía no la tomo de las manos con una para con la otra sostener el trofeo de novio triunfante y exigir la pleitesía de los flojos y de los acomplejados. Me resigno. No soy más que un flojo y acomplejado. Me hago la idea de que, posiblemente, el intentar tomarla de la mano no reciba como respuesta una cachetada, sino un pequeño gesto de molestia. En cambio el beso sería mucho más riesgoso. Me detengo en la posibilidad de que nada de esto ocurra y, simplemente, todo esto se trate de una especie de alucinación con énfasis en el qué ocurriría si acontece tal cosa.

Ella retiró la cajetilla y el cambio y nos alejamos del lugar. Nuestras miradas volvían a engullirse el camino de tierra. De repente hay silencio. Un corto pero largo silencio. Desconozco la posibilidad de que otras reflexiones como esta puedan hablarse dando lugar a una conversación. Pero a veces, en medio de todo el silencio, brota una molestia. Al igual que ahora. Es como si toda esa nada tenga que desaparecer y surja el algo, pero después. Y es ahí que, como arte de magia y espontáneamente, brotan las palabras dejando de lado la imposibilidad de seguir hablando. Intercambiamos palabras fútiles, triviales, comunes. Probablemente demos lugar al intercambio de ideas pero admito que en este preciso momento había una tensión en ella. Tardé en comprender que había algo pendiente y no sabía qué era. Se apuraba en terminar una frase. Dominaba la conversación. Apenas terminaba yo de hablar y, sin que haya ningún silencio de corchea siquiera, ella me respondía. Sí, dominaba la conversación. No había holgura en la misma. Me recordaba ya a los videojuegos. Todo era predecible y definido en este momento, la conversación continuaría hasta que nos cansemos. Su mirada se pierde un momento, se vuelve transparente. Puedo ver los tubos fluorescentes de las casas a través de esos ojos enormes. Ya he olvidado el vacío en los ojos aunque eso implica un estado de neutralidad absoluta. Debería alegrarme pero el pensar en que hay algo pendiente me intriga un poco. Su vacío puede deberse a eso. Es el momento adecuado para hacer sonar los dedos de mis manos. Lo hago cuando, ligeramente, los nervios se apoderan de mí. Y ver a mi costado la casa en construcción que crece cada vez más en la esquina me demuestra que ya estamos a noventa metros de su casa.

Sus padres son conservadores. Ella ha luchado en demasía por tener más espacio personal en su vida cotidiana. El pedir permiso y solicitar la recepción de amigos en la casa fueron disminuyendo. La hija estaba grande y, si los valores fueron inculcados, sólo queda a los padres confiar en ellos y en que el hijo o la hija no irán a meter la pata por ahí. No, no he podido lograr sacarla de la casa. Se trata de una amistad extraña en la que una madre con prejuicios y chapada a la antigua mete su cuchara y revuelve la sopa dejando salpicones por doquier. Acompañarla a su casa es un acto imprudente, peor si me quedo con ella largo rato. Es de noche. Los viejos no conocen lo que puede haber entre un hombre y una mujer que son amigos simplemente. Pienso. Amigos. ¡Se supone que no es ese mi propósito! Amigos. Debo besarla cuanto antes, ¡pero no puedo! O, ¿no debo? Peor ahora que los nervios la están consumiendo obligándola a acelerar los pasos. Ser novio, o no ser. Es lo mismo que decir ser novio o ser amigo. Pero besarla no debo. No. Y me angustia la posibilidad de que ocurra lo peor. Sí, la bofetada, claro. Es eso lo que me hace temerla. Miro sus manos y en sus dedos tiene dos anillos con puntas que pueden enterrarse en mi piel y dejarme el estigma de una osadía. Maldición. El corazón está acelerado y ya llegamos a su casa.

-- Entrá un rato. – dijo mientras destrancaba el portón.

¡Lo sabía! ¡Mierda! No quiere nada. Sólo que me quede un rato con ella y luego adiós. Hasta mañana. Debo comenzar a olvidar el propósito que me ha forzado siempre a estar con ella. Sí. Olvidarlo todo. Olvidar que me gusta. Olvidar las reflexiones. Olvidar las filosofadas. Dejar de creer que todo ello me llevará de la mano al afrodisíaco tabernáculo del beso. Aunque será mejor que entre en su casa un rato, trataré de apurarlo todo. Sería de mal gusto negarme a entrar ahora, despedirme y dejar claro que me enojé para que se dé por enterada de que yo, había sido, quería algo y ella, había sido, hacía la vista gorda. No se me ocurre ya nada. Ahora la palmera del jardín del frente me acosa y las murallas crecen hacia el cielo dispuestas a derrumbarse sobre mí para asegurar así mi perdición en la detestable vergüenza del rechazo. Doy pasos. Dejaré de mirar a mis costados. No pasará nada más. De ahora en más me quedaré con la mente in albis mientras me sirve jugo de manzana o mientras pone el disco de Pink Floyd que tanto nos gusta. La casa está oscura hasta que enciende el velador. La tenue luz de la sala brinda un tranquilo ambiente que invita a la intimidad. ¿Qué es lo que quiere? Ese andar no es tan peculiar. El jugo. Va a traer jugo. Sí. Yendo a la cocina desaparece en la apacible oscuridad del pasillo donde su abuelo, hace cuatro años, había caído al suelo al punto de recibir un paro respiratorio. Hay silencio. Parece que no hay nadie más en la casa. Quizás el fantasma de su abuelo pero no molesta y tampoco manipula los objetos. Son las diez y veinticinco de la noche. Un poco más y la angustia me consume al límite. No sé con qué cara vendrá de la cocina. Con cara de apurar también la situación o con cara de ‘hagamos lo que quieras, amigo que me acosa con la mirada y no sé lo que quiere.’ Recordando al futuro y la indeterminada existencia del mismo, ¿acaso no estoy prejuzgando demasiado una situación? Realmente entiendo que, al llegar a su casa, sólo se limitó a invitarme a entrar. Pero eso no implica que todo haya terminado ahí. No sé lo que puede tener en la cabeza una persona, mucho menos si es una mujer. Lo digo porque soy hombre y sé cómo pensamos los hombres pero saberlo de una mujer es casi imposible. Son tan inseguras. Algunas culpan a su período, otras a la doble personalidad que un estudio británico ha atribuido justamente a su inestabilidad debido a la vida cargada de obstáculos como las injusticias machistas que, por supuesto, las hacen vulnerables. En parte, los hombres tenemos la culpa y la historia puede hablarnos de ello. Pienso que yo doy vueltas con esto del estúpido beso ya que sería violar una autonomía física ajena, sobre todo femenina. Es todo un círculo machista esto del cortejo, un mero teatro en que el hombre sale beneficiado siempre. Según la tradición, el hombre debe galantear a una mujer para abrirles las piernas, llevarlas al altar, abrirles las piernas otra vez y, finalmente, terminar engañándolas. Lo triste es que, después, volverá a abrirles las piernas. La mayoría de los hombres buscan infinitas satisfacciones. Pero si eso lo hace una mujer, seguramente podrá cantar la habanera de la Carmen. Yo, particularmente, tengo interés sólo en mi interesante y aún no besada amiga. ¡Mierda! Otra vez recuerdo que tengo ganas de besarla. Ahí vuelve con el jugo de manzana y se dirige al sofá donde estoy sentado. No pone música. ¿Por qué hay tanto silencio como si se tratara de una película romántica francesa? Esos labios pálidos, esa boca, esa piel de terciopelo y ese cráneo que guarda un cerebro cargado de ideas místicas me recuerdan el valor que se merece para mí esta extraña criatura.

-- Te traigo jugo. ¿Por qué no hablás? – dijo.

Sarcástica. No sé qué se trae en mente. Quizás no se dé cuenta de nada y actúe naturalmente mientras yo me estoy corroyendo de ansias. ¿Por qué me invitó a pasar? No lo sé. Es todo normal. Sólo querrá conversar, hablarme de su ex novio o de Castaneda.

-- No sé qué decir nomás. – respondí.

No quiero decir nada. Sólo besarla para precipitarme en su ser y sentirla un poco más. Pero, ¡la cachetada! ¡El disgusto! ¡El rechazo! Es mi maldito ego. El ego… El ego…

-- Bueno, pero no te quedes tan callado. – pausa. Deja el vaso sobre la mesa -- ¿te gusta el color negro?

La razón me está abandonando. Descartes deja de existir en el rincón teórico de mi cabeza. Ese bastardo pretendía que hemos nacido sin cerebros para obligarnos a pensar y comenzar a existir. No existo entonces. No existo.

-- Sí, pero prefiero el marrón. – respondí enseguida -- Me recuerda a la historia por los pergaminos y el color que toman los libros impresos en los mil ochocientos. Además de la madera de los barcos piratas y del color de las armaduras que toman ese color cuando se oxidan.

Y el color de sus ojos que tienen tanto vacío. Todo sigue calmo y yo permanezco sin saber a dónde iré a parar después de esta hazaña que no parece tener desenlace. Vehementemente volvieron las ideas de la posibilidad de besarla. Ella no es muy agresiva pero la sorpresa de un indeseado beso la tornaría una valkiria y me acuchillará con su flexible puño una bofetada.

-- La historia es pasado y prefiero el presente. – concluyó.

No sé adónde quiere llegar con la conversación. Seguramente quiere jugar a la bruja de los colores y burlarse de mi decadente estado anímico. Necesito un ansiolítico y masturbarme aquí no puedo.

-- ¿El presente es de color negro?

Sonríe. Está calmada dispuesta a continuar con la conversación. A responderme rápidamente sin dar lugar a dudas.

-- Sí. El color negro no emite luz alguna. En cambio, cualquier otro color de cualquier otra gama, sí. El color negro es la oscuridad y, en la oscuridad, nada que no se vea tiene valor. El presente es oscuro, nada está definido porque en eso está nuestro trabajo. Nosotros hacemos el presente, lo definimos, lo vislumbramos. ¿Entendés?

Claro que entiendo pero me quedo corto al pensar en el marrón, en la historia, en los barcos y en sus ojos. Pensar en el marrón también da lugar a cosas más obscenas pero no soy obsceno. Sólo quiero besarla y desconozco su posible reacción. Desconocer su reacción me quita el valor de darle un beso en la boca. Son las diez y media de la noche y parece no haber ocurrido nada aún. Nada. Esa música del reloj sería ridícula en estos momentos de incertidumbre. Cantarla sería prolongar el momento post-cachetada. Debe ser tan dolorosa. Vuelvo a tratar de imaginar qué ocurriría si la beso de repente. Ella se apartará y, para terminar, me insultará con una cachetada. La cachetada. La bofetada. El saplé. El tongo. Esa femenina violencia aparece en mi cabeza cada segundo y, quitándome la lengua, se burla de mí. Vamos. El dolor durará unos segundos. No puedo ser tan débil y llorar por una bofetada. He recibido puños y nunca he llorado. Quizá sea humillante el rechazo que arrastra una cachetada femenina como respuesta a un masculino beso repentino. Me hará sentir un violador de su boca pero la vida está tan cargada de violencia. No importa. Al menos sabré qué puede ocurrir. Pero, hay otra posibilidad. Sí. Hay una posibilidad aunque la humillación sería lenta y progresiva. ¿Si le pido permiso? El “no” sería desgarrador. Más que tajante y violento. No tan doloroso como una cachetada a pesar de que llevará tiempo volver a la normalidad. Todas mis intenciones se fundirían y quedarán sumidas al olvido. Perdurará una señal en nuestra amistad, una marca que indicará que hubo una vil pretensión de mi parte para con ella. Pero el acercarme a ella bruscamente y besarla será más trabajo que abrir mi boca y pedir, primero, permiso para besarla. En ese impulso se gasta mucha energía. Es difícil pensar en qué pasaría. Piense lo que piense, nunca será cierto mientras no se cumpla. Es decir, todo lo que uno piense que ocurrirá es un vano prejuicio. El futuro no existe, definitivamente. Ahora aparece Heráclito en mi cabeza. Sí, todo fluye, todo cambia. ¡Eso! Recibir un no como respuesta da igual. Todo cambiará después. Lo demás no importa. Me humillaré ante su rechazo y me iré de su casa con el rabo entre las piernas. Por lo menos me quitaré el peso de encima y aseguraré mi futuro como errante fracasado. Son las diez y treintaitrés minutos. Minutos de incertidumbre, reconozco, y de cobardía. Este estado es culpa mía porque dejo que todo tarde y sigo repitiendo mis fantasías de lance en lance. Estoy harto de todo esto y será mejor terminar con esta alucinación.

-- Sí, entiendo. – respondo volviendo en mí. Hay un silencio corto. No pienso más que en el propósito de solicitar su permiso para darle un beso. En lanzarme al vacío de lo que ocurrirá después. Primero transitar con mi mirada sobre su fisonomía, detenerme en su oreja, luego en los pómulos hasta preguntarle por fin: -- ¿puedo darte un beso?

Ella se acomodó y respondió enseguida:

-- Pero rápido, antes de que vengan mis padres.

***

(2da mención - Concurso de Cuentos del Club Centenario 2008)

Tres finales

Entró abruptamente. No sabía qué hacer. El solitario reloj agredía al silencio con su sutil tintineo mientras el centelleo de la luz del sol delataba al delicado piso de madera. El polvo lo hizo estornudar un momento. Cogió el libro y lo sostuvo entre sus manos. Esperó. Le costó decidir si es conveniente o no quedarse en la capilla para conversar con una feligresa que no tiene aún definidos sus sentimientos hacia él. Estaba entre la espada y la pared porque la deseaba y ya estaba cansado de rezar a pedazos de abenuces tallados en forma humana todos los días. Diez años de servicio a algo que hasta ahora no le había devuelto la libertad resultó ser un sacrificio vano que le ha zarandeado la conciencia todas las noches. Sabía que la libertad le llevaría a la felicidad. Pero le fue arrebatada. Sus dientes rechinaban cuando la sinfónica tocaba en el teatro y no podía ir. Un nudo en la garganta le impedía emitir sonido alguno cuando leía las misivas que su amada le enviaba a través del capataz y en las que le expresaba su deseo de estar con él. Pero él no podía porque tenía que quedarse. Porque tenía que preparar la misa. Tenía que rezar. Tenía que jurar devoción todos los días sin mirar al costado.

Soplaba el viento y dejaba que las persianas podridas se golpearan por las paredes de adobe de su humilde morada. Aparece en su mente la mujer. La odia y la desea. Quitó poco provecho a los casuales encuentros. Esas joyas han de valer mucho. Se tapa la herida un instante. El alcohol se había acabado. Impaciente, hurga en el pobre cajón de medicamentos y no encuentra absolutamente nada. Inconscientemente dirige su mirada en el espacio que ocupa la botella de aguardiente. La toma y derrama su contenido sobre la infección. Seguidamente, el terrible ardor calma al dolor. Después bebe un sorbo. Deduce que en vano quiso pelear, minutos antes, con el sirviente de la matrona doncella. Eso le había costado una dolorosa cortadura en la pierna y tuvo que huir enseguida. Una vez en la casa, habiéndose arrojado sobre el montículo de ropas mugrientas, se dispuso a curar la ya desinfectada herida. Reflexiona. Si robara al menos una joya podría viajar al campo donde comenzaría a vivir. El dinero será suficiente para alquilar una pensión mientras busque trabajo en alguna hacienda como limpiador. Ha pasado hambre. Su amante, enceguecida quizá por otro amor, olvidó que tenía necesidades y que ya no comía. Estaba acabado. Su padre no volvía y en la ciudad no conseguía trabajo para poder comer. ¿Quién será el otro? Quizás otro rufián presumido y rico. No importa. Sabe que ella va a la capilla de la iglesia todos los días a las nueve de la mañana y, como toma un camino poco habitado, podrá aprehenderla.

No recordaba dónde dejó su abanico. El perfume que le regaló el difunto hace trece años se encuentra expandido en el pasillo de la lujosa casa. Prometió utilizarlo para un compromiso especial. Ahora, el aroma juega pícaramente con los detalles neobarrocos de la techumbre que invita a uno a la elevación. Camina. Se pierde en los rincones de la casa para remover los baúles y los armarios viejos. Sus tacones, golpeando las baldosas a medida que camina, emiten un sonido agudo y hueco. Se detiene en el pasillo. Mira a su costado el ventanal a través del cual se divisan las calles que la conducirán a destino. No sabe qué le va a decir. Está ansiosa. Ya se alejó del joven que la venía follando durante los dos últimos años. Probablemente, éste quería su dinero y robarle joyas para apostar en las jugadas. Pero sus necesidades sexuales las satisfacía el susodicho, hijo de un amigo pobre muy querido, porque estaba harta de esperar que aparezca una oportunidad para hacerlo con su verdadero amor, un sacerdote de su misma edad que está lleno de vida y al que deseaba dar el sí para que éste abandone de una vez a los santos y al triste silencio del amparo divino. Pero el otro, aquel joven, era una aventura que le garantizaba que era una doncella todavía. El sacerdote no. Pero lo amaba igual, con sotana y todo. Le gustaba imaginar su cuerpo viril debajo de todo ese ropaje.

Tenía treintaicinco años cuando la conoció. Fue en el quinto día de haber comenzado su labor en la ciudad. Cada vez que estaba solo recordaba el sabor de sus pechos blancos y de su exquisito cuello de cisne. Es entonces que el Credo se veía interrumpido debido a una atrevida erección y el pecado florecía castamente desde sus entrañas. La ama. Ha esperado tanto un momento crucial como el día en que decidan su futuro. Si bien, el futuro no existe, se trata realmente de una suposición. Si están juntos y se respetan mutuamente se supone que el futuro será feliz. Imagina una cabaña en el campo, lejos del ruido de la ciudad y de los hombres con sombrero que saludan al pasar con sus carretas. A veces, estando encerrado como de costumbre, mira con odio a la espesa arquitectura que le rodea, a esas arrogantes cruces estáticas y a esos reclinatorios que le recuerdan tanto a la milicia y a la subordinación. Huirá con ella. Por fin la tendrá todos los días entre sus brazos. A pesar de ser ella tan independiente, sabe que su futuro está asegurado una vez que obtenga su libertad. Vendrá en unos instantes. ¿Vestirá de gris? ¿Vestirá de azul? Sólo Dios sabe y él también pronto lo sabrá. Si ella no viene, la respuesta sería contundente. Todo estaría perdido para él. Pero aguarda. Las ansias le carcomen los ojos y una sonrisa se dibuja levemente en su rostro.

Faltan cinco para las nueve. Agarra un cuchillo y, saliendo con pasos rápidos, deja cerrar la puerta con un golpe que asustó al roñoso gato. La furia se engalana en su mirada. Camina rengo pero el dolor de su pierna cesará luego de vengarse. Viajará después. Trabajará en una hacienda. Bañará a los caballos y limpiará las malezas. El único pasaje es el dinero necesario para llevar a cabo el cumplimiento de sus deseos. Se deshará de su oscuro pasado y volverá a comenzar. Las piedras de la calzada parecen temer a sus pasos que lo hacen avanzar. La siente cerca. Conoce el camino que toma para ir a la iglesia. La alcanzará. Está seguro. Está concentrado. Los escrúpulos han huido. Observa a las damiselas que lucen sus vestidos acompañadas de hombres relamidos o perritos peludos. Algunas, despreciando sus harapos, lo miran. Otras no. Una gota de sudor en su frente es el aval de que todo volverá a comenzar. Entra en un callejón y, finalmente, la observa desde lejos. Ríe por dentro. Su estómago se remueve un instante. Parece bailar una polca. Se arma de valor. La calle está casi desierta. Acelera sus pasos.

Decidió ir caminando. Ignoró el abanico. No importaba nada más. Sus ojos se devoran la perspectiva del paisaje a medida que avanza afanosa. Los árboles de las calles la están saludando con alegre cortesía. Mira atrás, observa el aparatoso lujo de su casa y piensa que lo dejaría todo con tal de estar con él. Mudará lo necesario al campo, a la añorada cabaña solitaria para compartir momentos felices por el resto de sus días. Imagina sus jadeos corrompiendo al alba luego de un coito perpetuo. Adora esos momentos. Ni siquiera pensó en el joven de cuyos encantos había logrado escapar luego de numerosos rechazos en los últimos meses. Al muchacho el padre lo mantiene. Y ella también pero indirectamente a través del padre, que es su amigo. Pero ya no desea saber siquiera qué habrá ocurrido con esos dos infelices. El propósito ahora es sólo uno: encontrarse con su amado para declararse amor eterno. Planificarán el viaje al campo y cómo celebrarán la libertad que, envolviéndoles con su manto esplendente, les asegurará la felicidad. El pipío de los pajarillos, el sonido del viento y el olor de la llovizna la sumen en una nostalgia que la emociona un poco. Todo está asegurado. No sabe cómo le va a decir pero se lo dirá todo. Le besará un momento y le abrazará con fuerza. Sabe que él también lo dejará todo por ella.

Ella solía estar más temprano. Han pasado varios minutos y aún no ha llegado. Probablemente se despertó con una inoportuna vacilación. Pensó que, quizás, dude de su apasionado amor. Está perdido. Observa cómo las cruces se elevan sobre él e intentan doblegarlo, casi burlándose de su debilidad, fruto del encadenamiento a la labor religiosa. Llora. En vano ha esperado la silueta de su amada que antes entraba por la puerta más pequeña mientras sus pasos se oían suavemente en el recinto. Quizás la busque. El silencio de su labor lo aturde. Se harta. Llora. Ella le abandonó. Renunciará al día siguiente y viajará lejos acompañado de su soledad.

El rechazo. La indiferencia. El rencor. Tres verdades se conjugan para impartir su venganza y su deseo de superación. Se aproximó a ella. El collar colgaba de su hermoso cuello y los pendientes chinchineaban desde sus orejas llamándolo. Debía deshacerse de esa figura divina que lo distrae para arrebatarle su futuro. Su futuro está en esas joyas. Serán suyas. Ahora. Entonces hizo lo que debía con mente fría y tuvo la oportunidad de despojarla rudamente de sus joyas. Las personas en la calle están lejos, observando a punto de alarmarse. Pero él logra correr a pesar de la pierna herida. Y escapó a su futuro.

Sonríe. Quiere gritar a todo el mundo que hará libre a su ser más amado. No desea recordar nada. Tiene la mente en blanco. No hay tiempo para pensar en nada. Sólo de encontrarse con él. Camina apresuradamente. Casi nadie hay en la calle. Intenta cavilar un poco. El amor vendrá pronto a llevarla de la mano al altar de la felicidad. Sólo sabe que cosas mejores pudieron haber ocurrido toda vez que un cuchillo no haya atravesado su pescuezo.

jueves, 12 de mayo de 2011

Cabernet Sauvignon

La tenue luz que se desintegraba en pequeñas partículas de polvo se perdía en la claridad amarillenta de la página veinticinco del libro que hablaba de un viejo y su montaña. El murmullo en la taberna era suave y hacía cosquillas al oído que empujaba a uno a la distracción, fenómeno que me impedía ignorar al humo del café negro que, ascendiendo al vacío del espacio, luchaba contra la luz para poseerla de una vez. Parecían llamar mi atención pero insistía en ignorarlos porque me interesaba la idea de una vaca multicolor.

Hasta que cerré el libro.

Ese día se había vuelto un saco de revoltijos. Consumido por la rutina, apunté el cañón de mi orgullo al palacio de mis quimeras para hacerlo pedazos. Una secretaria loca, habiéndome intoxicado con su veneno auditivo por la mañana, remató por el matasellos que no fue impreso correctamente. Aún así, evité que trastornara a los demás compañeros con esa pasta de Mussolini que la llevé al pasillo del fondo y le prometí un paseo por la plaza el viernes por la tarde. Mi realidad era esa. El palacio de mis quimeras igual se ensalzaba más allá de las nubes del pensamiento. El culo firme de la secretaria y los gravitantes senos de mi esposa se entremezclaban y formaban una figura parecida al distorsionado cuerpo de Gala en el lienzo de Dalí. Mi realidad era otra.

- ¡Betún! ¡Betún! – ofreció la voz apagada que sobresalía apenas del suave barullo entre las mesas.

No me detuve en el chico harapiento que, ofreciendo el trapo, miraba con frustración el carcomido zapato de algún cliente posado en la mesada. Me detuve en un perfume, en la cabellera ondulada de color levemente negro que se desmayaba sobre el gris lóbrego de un saco antiguo. Me daba la espalda con vehemente y femenina serenidad. Encarnaba las ocultas delicias de Afrodita que me sumieron en un estado de deleite por un instante que parecieron hasta enfriar el café cuyo humo ya había desaparecido misteriosamente. Esa esencia apenas rememorada parecía estar ahí, pero nutría mis confusiones alimentadas por la rutina y los recuerdos del trabajo.

Han pasado tantos años que en la triste agonía del romance el abandono se apoderó de mí. Ahora, los recuerdos fracasados se unían al perfume fantástico expandido en aquel recinto caluroso preparado exclusivamente para el deleite de mi olfato. Las cosas se aclaraban a regañadientes y en la taberna parecía prepararse la mejor sensación de mi ajetreado día.

Era ella.

- ¿Sabe bien? – le dije mientras me acomodaba a su lado sin detenerme en ningún momento en su pálido rostro.

- Cabernet Sauvignon – dijo y arrimó la copa a su boca.

El acaso mortal silencio cortó la conexión en el momento en que el reloj marcó las cinco de la tarde. Reconocí esa tez pálida que daba a uno la sensación de que se trata de una maravillosa pieza de porcelana. El vino estaba ahí, en la mesada, devastado por la frialdad de la que lo saboreaba. Era ella. Me encontraba en el mismo estado mental de la última vez que nos vimos. Giró apenas la cabeza y pareció reconocerme que volvió a encogerse colocando esa coraza que la hacía inmune a la necesidad de saber quién era yo. Pero no se resistió y volvió a girar la cabeza. Sí. Buscaba la cicatriz en mis sienes. Aquella cicatriz que tanto la gustaba. Paseó la mirada por unos segundos sin perder el punto que la cicatriz ocupaba en el plano que observaba curiosamente. Yo sólo miraba mis manos y a la hormiga que se paseaba entre las grietas de la vieja madera que descansaba en la mesada. Ya no me importó mirarla.

Cuando uno piensa mucho en las casualidades es difícil conocer el porqué. Si es mejor pensar, pues, en causalidades, culparíamos al universo de la vehemente insistencia de los sucesos que, con elevado misterio, se presentan a uno. Pues bien, ignoro por completo que haberla encontrado fuera un propósito mío. Conmigo cayó la tarde en un fracaso de querer acercarme una vez más. Ella me reconoció, lo sé. Pero salí de ahí como quien huye despavorido en sus adentros. Y, de nuevo, me he vuelto un consumista de las calles agrietadas por la edad. Vagando como esos ancianos que esperan a la muerte espero yo que el azar me lleve a casa para que toda esa gesta del día muera en un orgasmo con mi mujer, en el griterío de los chicos o en el insistente ladrido del perro.

Tardé en volver a casa. Los añejos ladrillos de la calzada se posicionaban en fila para sostener mis pasos torpes. El sonido de los arbustos se conjugaban en una melodía que daba fondo a mi triste andar y el fracaso de lo que supuse, por momentos, una cita casual, me carcomía los ojos que se empañaban de vez en cuando. Una caricia no bastaría para olvidar. Ni la caricia de mi mujer que me espera en casa para follar mientras los chicos, cansados, duermen como querubines en sus almohadas que son nubes frescas con olor a espuma y algodón.

Y pensar que, si nunca me casara, estos seres jamás existirían.

El inevitable apego al pasado es lo que nos lleva a comparar las situaciones del presente con las que ya pasaron porque nacimos frustrados. Quizás sea esa nuestra consigna. Y mantenemos esas frustraciones como si nuestras almas fueran refrigeradores de sentimientos, temperamentos y experiencias -aunque frustradas- hasta que, como reverendos masoquistas, los descongelamos ventilando ese vaho de melancolías y resentimientos. La sociedad vil en la que estamos insertados como piezas de ajedrez con las que el destino y el pasado juegan con ganas nos retribuye poco por hacerla el centro de las preocupaciones de los apáticos. Sin embargo, la sociedad y sus medios de comunicación, destruyéndolo todo a su paso, colocan a uno en la cara su triste pasado del que, supuestamente, el presente es una consecuencia. Somos tan víctimas del pasado como del presente, entonces. Y me resultaría más reconfortable distraerme por lo que existe hoy a pesar de ser víctima.

No más frustraciones. No más rencor al pasado. Ya no. Mi epitafio alegará por la eternidad que el encuentro que se dio hoy, veinte de marzo de mil novecientos cuarenta y dos, no ha sido más que una casualidad de la que son víctimas los paranoicos. Es que ella me ha ignorado. Me ha esquivado. Lo pasado ella lo pisó y ahora yo piso lo pisado por ella en medio de un incontrolable auto-flagelo que sacerdote alguno ha soportado jamás. Gracias a ello llegué a trascender lo físico y el sentimiento del amor malogrado que me carcomía en debilidades tan naturales como el coito y la desdicha se esfumará sin dejar rastros. Para siempre. Era lo que quería saber. Era todo. Hasta hace poco la vi de lejos, de cerca pero nunca la tuve tan pegada a mí como esta tarde, en la taberna de Alberto. La oportunidad de concretar una reconciliación tan deseada años atrás fue desechada para siempre.

Pero ya no me importa nada.

En casa, antes de ir a la cama donde mi esposa me espera con el inocente semblante que la hace víctima de cualquier situación, preparé una taza de té. Los niños ya dormían. Apenas se escuchaba el respiro del perro durmiendo en la puerta. El sonido se sorteaba entre las rendijas de la puerta por la que se posaba tan inofensivo. La plácida noche me transportaba al olvido de todo y arrastraba un confort inolvidable. Ya todo ha pasado por fin. Caminando en la cocina, ubicaba las tazas y, habiendo echado el agua a hervir, mi mente se arremolinaba en una insostenible tranquilidad. Respiraba hondo, tan hondo que morían las ansias y la tensión de la tarde cada vez más. Todo era plácido. A través de la cerradura de la puerta de mi habitación, la cálida luz iluminaba el espacio oscuro.

Al rato, vi a través de la ventana una mujer con saco que se paró delante de la casa por unos minutos, con una botella de vino en la mano derecha, para luego irse y perderse en la oscuridad tendida por los árboles de la cuadra. En trance al olvido de lo que creía pasado para mí, lo aparentemente vencido por mi orgullo floreció de nuevo.
Esa misma noche, en la cama con mi mujer, fui el hombre más impotente del mundo.


(Mención de honor del Premio "Jorge Ritter" 2009)