sábado, 22 de marzo de 2008

El "sí" de mierda

-No me vengas con excusas...
-...
-¿Adónde te fuiste?
-Sin excusas, ¿verdad?
-Pregunto...
-¿Te importa?
-Sos mi marido, ¿no?
-Hace mucho que lo soy, ¿ahora te acordás?
-Te lo echo en cara. Parece que te olvidaste.
-Para nada. Ahora soy un marido libre.
-Lo sé, pero sigo siendo tu esposa.
-Por el momento un obstáculo.
-¿Ahora me decís eso?
-Bueno, vos buscaste.

Pausa.

-¿Qué pretendés?
-Nada. Necesito entretenerme.
-Descarado.
-¡Momento...! Tranquilízate nomás.
-¡A ver! Decíme...
-Descarado no, nena...
-¿Entonces qué? ¿Don Juan?
-Callate.
-No podés objetarme nada. Te estoy diciendo lo que siento.
-Don Juan... ¿Eso sentís?
-Bueno, te veo así.
-Pero no sentís.
-No me cambies de tema, abogadito.
-Sólo corrijo.
-¿Basta!
-¡Qué!

Pausa.

-¿De dónde venís?
-Qué pregunta...
-Ya otra vez con ella, ¿verdad?
-¿Y? No estaré pegado a vos toda mi vida...
-¡Claro que sí!
-...
-Al menos eso dijiste frente al altar...
-Altar... Santos de madera, santas maquilladas... Ellos no escuchan. ¡Son árboles!
-¡Para qué dijiste sí entonces?
-Es la consigna. Gastamos muchos guaraníes para tu vestido, para la fiesta en el club, la comida... Pensé en los invitados, especialmente en las tías que también gastaron en modistas. Si te decía “no”, no habría fiesta y todos me pegarían, especialmente tu familia. ¿Te pusiste linda para escuchar un “no”?
-¿Te arrepentís de haberme dado el "sí"?
-Ese maldito "sí". Cuando armás estas escenas absurdas, sí, me arrepiento.
-¡Qué plaga sos! ¡Sinvergüenza!... ¡Todos los hombres son iguales!
-Entonces mirá, ahí está el perro, hacélo tu esposo.
-Soy tu esposa y quiero que me respetes.
-Sentirás mi respeto si no le buscás la quinta pata al gato preguntándome de dónde vengo y adónde voy.
-¿Creés que te voy a ponderar los malos ratos que me hacés pasar? Cocinar para vos mientras me quedo callada y vos revolcándote en la cama de esa puta. Fundirme las uñas limpiando trastes y lavando tu ropa y vos, yendo al bar y viniendo tatáre.
-¿Y qué querés? ¿Que venga a ayudarte a limpiar la casa?
-¡Machista! ¿Qué clase de armonía habrá en esta casa? ¿Qué clase de ejemplo les darás a tus hijos? ¿Cómo vivirán?
-No le metas a nuestros hijos en esto, ¿ok?
-Tengo razón, viste.
-Pero el problema es nuestro.
Pausa.
-¿Con quién estuviste?
-¿No te cansaste todavía?
-Sucio.
-Bueno, al menos vos no sos así.
-¿Con quién estuviste? ¡Decíme!
-Con nadie.
-Insolente...
-...
-Ni siquiera sos capaz de responder por las cagadas que hacés.
-Y vos... Gua’u que no hacés cagadas...
-Bueno, suelo romper algún que otro plato...
-Ingenua...
-Cínico...

Pausa. Él se dispone a salir.

-¿Adónde ya otra vez te vas?
-No te interesa.
-¡Por eso pregunto!
-¡Al pedo preguntás!
-¡Imbécil! ¡Jodéle a tu abuela!
-...
-Venís con tu cara de “yo no fui” y te vas sin decir nada, como si nada hubiera pasado.
-Exacto... Adiós.
-¡Sinvergüenza!

Se va.

Ella se sienta en el sofá. Toma el teléfono y digita un número.

-Hola, ¿amor? –pausa- Te espero. Vení nomás ya.


Julio José
(junio 2003)

El betún

-- Qué linda es esa música – le dije.
-- Es una milonga. Apesta.
-- ¿Quién canta?
-- Un señor que está dentro de una cosa negra y redonda que se da muchas vueltas.
Eran las dos de la siesta cuando al abuelo de José se le antojaba encender el tocadiscos mientras todos dormían. Esa tarde hacía un calor muy fuerte y nosotros estábamos en la calle a esas horas porque, como ya le habíamos perdido el miedo al Jasy-Jatere, teníamos ganas de caminar bajo el fornido sol. A medida que caminábamos y que nuestros pies tragaban la acera, dominábamos la perspectiva del barrio, al que lo hacíamos nuestro. El sofocante calor les espantaba a los viejos que ya entraban en sus casas para echarse a la cama bajo el ventilador que igual removía ese tufo incrustado en el recinto de una habitación húmeda. Sí, el barrio era nuestro. Sólo algunos mecánicos de los talleres de la cuadra se paseaban por las calles desérticas. Las personas que transitaban eran como cabras en un llano. Eran tan pocas.
-- ¿Vos decís que esté Dieguito? – le pregunté a José.
-- Vamos a ver. Estará trabajando en el centro con su primo. Así me suele decir su mamá.
-- ¿Qué hace en el centro?
-- Lustra los zapatos de unos señores.
La mayoría en el barrio éramos de familias humildes o algo pudientes. A Dieguito lo conocimos cuando muchos damnificados comenzaron a arribar del río, por culpa de la inundación, peculiar en aquellos años. Era triste ver a uno de los amigos en condiciones un poco diferentes a las nuestras. Sin embargo, predominaban en nuestras relaciones esas ganas de compartir y de jugar. Era eso lo que nos unía. Era eso lo que valía.
-- ¿Está Diego? – pregunté a un chiquito que estaba frente a la casa de madera terciada. Éste se divertía con un pedazo de muñeco al que lo enterraba y lo hacía patinar sobre la arena.
-- No. – se limitó a responder sin siquiera mirarnos a la cara. Parecía tan concentrado en su juego que interrumpirlo sería un pecado.
Divisamos a Dieguito que arribaba, acercándose a la esquina. Nuestra esquina. Eran las cinco de la tarde. Teníamos una hora para jugar antes de que oscurezca. Lo habíamos visto tan abatido, casi estrangulado por el paso de las horas que arrastraban el calor de la mañana mientras él se inclinaba a lustrar los zapatos de algún transeúnte que se creía el burgués gentilhombre. Lo vi trabajar la vez en que acompañé a mi abuelo al Banco. Generalmente se paseaba por alguna de las plazas que comparten 25 de Mayo. El cliente lo mira con petulancia, sentado con su periódico en la mano mientras el niño frota con el paño negruzco las últimas opacidades del cuero que, con un solo toque, brillaba cual espejo de bruja. Y ver al engreído cliente ahí sentado, era como si éste le dijera: “vos estás ahí, y yo aquí”. O bien: “lo siento, chico, sólo servís para eso. Lustrame los zapatos”. Pedantería de muchos ejecutivos.
-- Hola. – saludó.
--¿No querés jugar tuka’e? Te esperábamos. –dije.
-- Vamos a llamarle a Mariela y a Teresita. –agregó José.
Pero Dieguito sólo miraba el suelo. Se rascaba la cabeza y daba algunos pasos sobre la calzada de arena como pensando en otra cosa que en jugar.
-- Estoy cansado, che ra’a.
-- Ndéra. Yo me voy entonces. – dijo José, desapareciendo después bajo las sombras del mango del profundo patio.
La noche era hermosa. Ya había oscurecido y aún nadie estaba llamándome. Diego parecía triste o molesto. Había trabajado toda la mañana y, para mí, en ese momento no me parecería un pretexto para no jugar. Hasta ese momento no había hecho lo que él hacía: levantarse temprano e ir al centro caminando con un primo cascarrabias como Mbopícula. Será por eso que no sentía lo mismo que él pero, una vez que haya visto su estado de ánimo, pude imaginarme que el trabajo era arduo, incompensable con unas pocas monedas miserables que le daban algunos tacañas.
-- A los patrones les gustan los billetes, y a mi mamá también. Todas sus monedas nomás me dan.
-- ...
-- Encima mi mamá está enferma. Una vecina de lejos dijo que tiene tos y mis hermanos nunca vienen de San Pedro a traer comida. Hace rato ya que no vienen. Hace años.
-- ¿Tus hermanos grandes?
-- Sí.
-- ¿Y tu papá?
-- No sé. Parece que no tengo.
Una madre puede ser una familia. Un hermano puede ser una familia. Un perrito puede ser una familia. Para Diego, su familia era Terry, el perro, y Eloísa, su madre. Su primo sólo vagaba y buscaba alguna hierba para fumarse unos petardos, endeudándose después con todo el mundo. Cuando van a trabajar, se quedaba en el camino mientras Dieguito continuaba. Lo abandonaba en el trabajo. Y una familia nunca te abandona.

***
-- Tengo que comprar betún.
Esas fueron las palabras que rompieron la tarde del día siguiente. La frase brotó de repente mientras el sol moría en ese horizonte tan infinito y tan rojizo que podía divisarse desde la terraza. Una cigarra acompañaba al “tengo que comprar betún”, como ensamblando un jazz sin saxo ni contrabajos. “Tengo que comprar betún”. Era esa la frase insignificante que me resulta imposible olvidar. Diego sólo se limitó a decir: “tengo que comprar betún”.
Diego sólo necesitaba decir: “tengo que comprar betún”.
-- ¿Betún? Y ¿por qué no comprás? – es fácil decirlo. Pero a Diego mis palabras le resultaron una ráfaga sonora que le molestaba en el tímpano.
-- No tengo plata. Ninguna despensa me quiere dar porque dicen que mi mamá ya les debe mucho. Ella no salió a rejuntar las latitas para vender. Está enfermita y se quedó a descansar.
Yo sólo quería jugar. A Diego lo veía tan lejano pero tan cercano a la vez que no sabía qué responder. ¿Resultaba un problema que yo debía resolver? Sí, pero no. No podía darle algunos trescientos guaraníes, pues no tenía. No había pasado por mi mente colaborar con él. Yo sólo quería jugar con él. Además, casi nunca pedía dinero a mis padres. Es como si los problemas ajenos me los guardaba para mí solamente. Me gustaría ayudarlo pero en ocasiones en las cuales tengamos que entrar a robar frutas del vecino, tirar piedras a los coches o tentar a las gallinas de algún corral lejano. Yo sólo quería jugar. Pero Diego estaba ahí, mirando al cielo anaranjado que se tornaba negro para dar la bienvenida a ese globo plateado que, endiosándose en la cumbre del firmamento, parecía llamar al aullido del Luisón.

***
-- La señora me dio un remedio para la gripe, pero no se le pasa. Mi mamá no puede comer. Mi mamá no se puede levantar. Mamá está enojada conmigo.
Dieguito no trabajaba desde el día en que no podía comprar betún. Yo sólo quería jugar. Ignoraba el mal estado de su madre. Ignoraba lo que él pudiera necesitar. Yo necesitaba jugar. Él es un niño como yo que también necesita jugar. Pero no. El necesitaba betún, sólo eso.
-- Vení, vamos a jugar. – gritó José mientras se colgaba del árbol del yuyal de la esquina.
Diego jugó con nosotros. Estaba algo cansado, como siempre, porque había recorrido todo el centro pidiendo plata a algún peatón con pinta que colaborase con su mala situación.
-- Sólo necesito para comprar betún. – afirmó mientras se arrastraba por el suelo empavonándose con la arena que se le pegaba al cuerpo sudoroso – Mi mamá no quiere que le diga nada a nadie. Ella quiere que trabaje y le compre su remedio. Ella dice que pedir limosna no es trabajo digno.
-- José se queda en el tambo. – dije. Sus palabras me resultaron tan fútiles. No sabía yo qué era la limosna. Su voz era tan callada, opaca, sin resonancia.

***
Los grandes no nos entienden. Piensan que somos seres irracionales, que todo lo que escuchamos, o vemos, guardamos por un rato en nuestras mentes para luego olvidar. Tenemos las mentes vacías, es por eso que, cuando captamos algo, ese algo se queda en nuestra memoria para nunca salir. Los grandes tienen trabajo, problemas, cuernos; tienen la mente ocupada. Yo sólo tenía la mente ocupada en jugar. Dieguito sólo tenía la mente ocupada en trabajar. Los grandes no nos entienden. Cuando preguntamos algo, intentan evadir nuestras preguntas con una respuesta estúpida, como creyendo que lo que responden nos satisfaría de cualquier manera. Piensan que jamás entenderemos.
-- Un señor y una señora me prometieron anteayer que me iban a dar plata para comprar el betún. El betún es más barato que el remedio de mi mamá. Con el betún podré juntar plata para que mi mamá se levante de ahí. Pero no me dieron la plata.
Su mirada era triste. He visto muchas criaturas tristes. No me importaba verlo así. Mi cara es como la de él cuando mis padres me castigaban. Me era familiar verlo así. Me era indiferente. No me importaba. Esperaba que se la pase. Sabía que se le pasaría
Su casa quedaba algo lejos. Mbopícula ya no llegó a aparecer. Dieguito llevaba algunas sobras que le daban los despenseros avaros, las que eran suficientes para engañar al apetito de una mujer enferma. Dieguito no podía decir a la gente que su mamá estaba enferma, pues ella se lo prohibió. Según ella, eso ridiculizaría su orgullo de trabajador.
-- Mamá tiene mucho calor. Ya no me quiere hablar porque le cuesta respirar. Le doy agua y no toma.
Ya habían pasado cinco días y Dieguito sólo traía comida a casa gracias a las pocas monedas que le daban los del centro. Pero eso no le alcanzaba para comprar su betún. Él estaba empecinado en llevar algo a su casa.

***
Era martes. Por fin el cielo se nubló apenas al romper el alba y, amenazando a la ciudad con un chaparrón frío, por fin el sol dejó de castigarnos. Era una mañana diferente. El viento arrebataba al ambiente su aroma natural llevándose consigo los recuerdos de la semana que transcurrió a un lugar muy lejano. Todo era opaco. El verde de las plantas se oscurecía, como si un tono marrón lidiaba con el tinte del paisaje que se quejaba del clima que amenazaba. El azur del cielo fundiose en el gris lúgubre e insondable que atemorizaba a la misma naturaleza. El viento era fresco, penetraba la vestimenta y rozaba la piel erizándola. Qué buena sensación.
Dieguito no apareció por dos días. José no quiso ir a su casa porque no quería caminar demasiado. Era extraña su ausencia. Me incomodaba no poder ver esa cara que miraba el suelo y que, cuando te hablaba, no te miraba a los ojos, sino sólo se concentraba en una estrella fija en el firmamento o en alguna piedra del suelo.
Divisamos a Diego arribar las cuadras de abajo, acercándose a nosotros, en compañía de un hombre y una chica. Este último cargaba un costal grande y la chica un termo y un paraguas. Dieguito venía jugando, chutando piedrecillas del empedrado y rebuscándolas entre los pastos de las veredas para volverlas a chutar.
-- ¿Adónde te vas, Dieguito? – le dije.
-- Me voy a mi otra casa. Mamá quiere descansar.


Julio José
(agosto 2003)

La matemática aplicada a la realidad perfecta

Cuando decimos que todo fluye refiriéndonos a una realidad podemos decir que la misma tiene una base hermética que obedece al principio de vibración. El hecho de que todo se mueve, que todo vibra, no implica que aquello fluya. Es necesario el movimiento para que, consecuentemente, ocurra la fluidez.

Heráclito, vanagloriándose con el “Pantha rei”, no se preocupó por representarlo. Tampoco es necesario pero, para poder llevar a acabo el buen análisis que nos conduzca a una nueva verdad, es necesario contar con un elemento que no caiga en la fluidez y el movimiento en que todas las cosas caen. La matemática es estática, perfecta. Perfecta porque no se mueve ni fluye. Es inmanente. Un desarrollo matemático está latente en cualquier cosa y, si representa perfectamente una realidad puede, a su vez, desarrollar una verdad. El cuestionamiento surge entonces en torno a la posible perfección de ese resultado o verdad.

La matemática tiene la capacidad de representar y/o medir valores. Estos valores son, a su vez, una cantidad de aspectos positivos y negativos de una cosa. El valor de una cosa es único, por lo tanto, exacto y perfecto.

La existencia de un decimal hace que una variable represente el estado variable de una realidad pero eso no hace que la matemática sea imperfecta. El resultado es imperfecto después porque el ser humano conoce la imperfección misma de la realidad que está tomando. Sin embargo, en el momento “x” en que uno tomó esa realidad, la midió, obtuvo un resultado que en ese momento “x” fue exacto y perfecto. Si tomamos el factor tiempo para operar y demostrar cuál es el grado de varianza de la realidad cada millonésima de segundo podemos obtener resultados que no pudimos haber obtenido debido a nuestra incapacidad de poder medir cada millonésima de segundo a esa realidad que varía constantemente.

Si se mida una milmillonésima de segundo con la consecuente milmillonésima de segundo existirá un número infinito de medidas que sólo se generarán entre la fracción de 1 milmillonésima de segundo y la fracción de 2 milmillonésimas de segundo. Entonces se aplica la ley de los números racionales en la que, entre dos números racionales existen infinitos números. La existencia del infinito no le deja caer a la matemática en la imperfección porque el infinito es un valor que florece de la biyección entre dos conjuntos (números). El infinito es un número no definido por la incapacidad del ser humano de poder medirlo ya que su proyección es irreal, pero tiene un solo valor durante la operación que puede representar la medición de la tan variable realidad. Por ejemplo:
∞ + ∞ = ∞
∞ . ∞ = ∞

Sin embargo, estas operaciones (entre muchas otras) no están definidas:

0 . ∞ = 0
-∞ . ∞ = 0

Ocurre por la simple razón de que el infinito no puede desaparecer debido a su relación permanente y latente con el conjunto de los números reales.

∞ es UN valor… 1 es perfecto y, por lo tanto, el resultado lo es.

Pi = 3,14 es un número exacto que utilizamos para medir una circunferencia. Esa circunferencia será perfecta porque se utilizó un valor exacto y perfecto. Un círculo tiene 360º y no 360º10’4’’. El valor de pi se halla dentro de esa medida exacta de la circunferencia, por lo tanto es exacto y perfecto.

El hecho de que a la Matemática no pueda uno proveer de los datos perfectos no implica que la misma no sea perfecta y que ella precise de datos perfectos tampoco implica que sea imperfecta. Si tomamos como elemento un dato “d” en un una determinada circunstancia “c” y desarrollamos una ecuación, el resultado nos dará una realidad “r” que puede cambiar inmediatamente simplemente simplemente porque no tuvimos la capacidad de determinar en qué momento exacto tomar los datos para saber exactamente cuál es la realidad que queremos ver. Con los datos imperfectos que provee el hombre se obtendrán resultados exactos y perfectos aunque la realidad no sea perfecta siendo que el hombre no puede proveer de los datos necesarios para tal fin. La perfección de las Matemáticas existe y sigue latente.

El imperfecto es el hombre.