jueves, 12 de mayo de 2011

Cabernet Sauvignon

La tenue luz que se desintegraba en pequeñas partículas de polvo se perdía en la claridad amarillenta de la página veinticinco del libro que hablaba de un viejo y su montaña. El murmullo en la taberna era suave y hacía cosquillas al oído que empujaba a uno a la distracción, fenómeno que me impedía ignorar al humo del café negro que, ascendiendo al vacío del espacio, luchaba contra la luz para poseerla de una vez. Parecían llamar mi atención pero insistía en ignorarlos porque me interesaba la idea de una vaca multicolor.

Hasta que cerré el libro.

Ese día se había vuelto un saco de revoltijos. Consumido por la rutina, apunté el cañón de mi orgullo al palacio de mis quimeras para hacerlo pedazos. Una secretaria loca, habiéndome intoxicado con su veneno auditivo por la mañana, remató por el matasellos que no fue impreso correctamente. Aún así, evité que trastornara a los demás compañeros con esa pasta de Mussolini que la llevé al pasillo del fondo y le prometí un paseo por la plaza el viernes por la tarde. Mi realidad era esa. El palacio de mis quimeras igual se ensalzaba más allá de las nubes del pensamiento. El culo firme de la secretaria y los gravitantes senos de mi esposa se entremezclaban y formaban una figura parecida al distorsionado cuerpo de Gala en el lienzo de Dalí. Mi realidad era otra.

- ¡Betún! ¡Betún! – ofreció la voz apagada que sobresalía apenas del suave barullo entre las mesas.

No me detuve en el chico harapiento que, ofreciendo el trapo, miraba con frustración el carcomido zapato de algún cliente posado en la mesada. Me detuve en un perfume, en la cabellera ondulada de color levemente negro que se desmayaba sobre el gris lóbrego de un saco antiguo. Me daba la espalda con vehemente y femenina serenidad. Encarnaba las ocultas delicias de Afrodita que me sumieron en un estado de deleite por un instante que parecieron hasta enfriar el café cuyo humo ya había desaparecido misteriosamente. Esa esencia apenas rememorada parecía estar ahí, pero nutría mis confusiones alimentadas por la rutina y los recuerdos del trabajo.

Han pasado tantos años que en la triste agonía del romance el abandono se apoderó de mí. Ahora, los recuerdos fracasados se unían al perfume fantástico expandido en aquel recinto caluroso preparado exclusivamente para el deleite de mi olfato. Las cosas se aclaraban a regañadientes y en la taberna parecía prepararse la mejor sensación de mi ajetreado día.

Era ella.

- ¿Sabe bien? – le dije mientras me acomodaba a su lado sin detenerme en ningún momento en su pálido rostro.

- Cabernet Sauvignon – dijo y arrimó la copa a su boca.

El acaso mortal silencio cortó la conexión en el momento en que el reloj marcó las cinco de la tarde. Reconocí esa tez pálida que daba a uno la sensación de que se trata de una maravillosa pieza de porcelana. El vino estaba ahí, en la mesada, devastado por la frialdad de la que lo saboreaba. Era ella. Me encontraba en el mismo estado mental de la última vez que nos vimos. Giró apenas la cabeza y pareció reconocerme que volvió a encogerse colocando esa coraza que la hacía inmune a la necesidad de saber quién era yo. Pero no se resistió y volvió a girar la cabeza. Sí. Buscaba la cicatriz en mis sienes. Aquella cicatriz que tanto la gustaba. Paseó la mirada por unos segundos sin perder el punto que la cicatriz ocupaba en el plano que observaba curiosamente. Yo sólo miraba mis manos y a la hormiga que se paseaba entre las grietas de la vieja madera que descansaba en la mesada. Ya no me importó mirarla.

Cuando uno piensa mucho en las casualidades es difícil conocer el porqué. Si es mejor pensar, pues, en causalidades, culparíamos al universo de la vehemente insistencia de los sucesos que, con elevado misterio, se presentan a uno. Pues bien, ignoro por completo que haberla encontrado fuera un propósito mío. Conmigo cayó la tarde en un fracaso de querer acercarme una vez más. Ella me reconoció, lo sé. Pero salí de ahí como quien huye despavorido en sus adentros. Y, de nuevo, me he vuelto un consumista de las calles agrietadas por la edad. Vagando como esos ancianos que esperan a la muerte espero yo que el azar me lleve a casa para que toda esa gesta del día muera en un orgasmo con mi mujer, en el griterío de los chicos o en el insistente ladrido del perro.

Tardé en volver a casa. Los añejos ladrillos de la calzada se posicionaban en fila para sostener mis pasos torpes. El sonido de los arbustos se conjugaban en una melodía que daba fondo a mi triste andar y el fracaso de lo que supuse, por momentos, una cita casual, me carcomía los ojos que se empañaban de vez en cuando. Una caricia no bastaría para olvidar. Ni la caricia de mi mujer que me espera en casa para follar mientras los chicos, cansados, duermen como querubines en sus almohadas que son nubes frescas con olor a espuma y algodón.

Y pensar que, si nunca me casara, estos seres jamás existirían.

El inevitable apego al pasado es lo que nos lleva a comparar las situaciones del presente con las que ya pasaron porque nacimos frustrados. Quizás sea esa nuestra consigna. Y mantenemos esas frustraciones como si nuestras almas fueran refrigeradores de sentimientos, temperamentos y experiencias -aunque frustradas- hasta que, como reverendos masoquistas, los descongelamos ventilando ese vaho de melancolías y resentimientos. La sociedad vil en la que estamos insertados como piezas de ajedrez con las que el destino y el pasado juegan con ganas nos retribuye poco por hacerla el centro de las preocupaciones de los apáticos. Sin embargo, la sociedad y sus medios de comunicación, destruyéndolo todo a su paso, colocan a uno en la cara su triste pasado del que, supuestamente, el presente es una consecuencia. Somos tan víctimas del pasado como del presente, entonces. Y me resultaría más reconfortable distraerme por lo que existe hoy a pesar de ser víctima.

No más frustraciones. No más rencor al pasado. Ya no. Mi epitafio alegará por la eternidad que el encuentro que se dio hoy, veinte de marzo de mil novecientos cuarenta y dos, no ha sido más que una casualidad de la que son víctimas los paranoicos. Es que ella me ha ignorado. Me ha esquivado. Lo pasado ella lo pisó y ahora yo piso lo pisado por ella en medio de un incontrolable auto-flagelo que sacerdote alguno ha soportado jamás. Gracias a ello llegué a trascender lo físico y el sentimiento del amor malogrado que me carcomía en debilidades tan naturales como el coito y la desdicha se esfumará sin dejar rastros. Para siempre. Era lo que quería saber. Era todo. Hasta hace poco la vi de lejos, de cerca pero nunca la tuve tan pegada a mí como esta tarde, en la taberna de Alberto. La oportunidad de concretar una reconciliación tan deseada años atrás fue desechada para siempre.

Pero ya no me importa nada.

En casa, antes de ir a la cama donde mi esposa me espera con el inocente semblante que la hace víctima de cualquier situación, preparé una taza de té. Los niños ya dormían. Apenas se escuchaba el respiro del perro durmiendo en la puerta. El sonido se sorteaba entre las rendijas de la puerta por la que se posaba tan inofensivo. La plácida noche me transportaba al olvido de todo y arrastraba un confort inolvidable. Ya todo ha pasado por fin. Caminando en la cocina, ubicaba las tazas y, habiendo echado el agua a hervir, mi mente se arremolinaba en una insostenible tranquilidad. Respiraba hondo, tan hondo que morían las ansias y la tensión de la tarde cada vez más. Todo era plácido. A través de la cerradura de la puerta de mi habitación, la cálida luz iluminaba el espacio oscuro.

Al rato, vi a través de la ventana una mujer con saco que se paró delante de la casa por unos minutos, con una botella de vino en la mano derecha, para luego irse y perderse en la oscuridad tendida por los árboles de la cuadra. En trance al olvido de lo que creía pasado para mí, lo aparentemente vencido por mi orgullo floreció de nuevo.
Esa misma noche, en la cama con mi mujer, fui el hombre más impotente del mundo.


(Mención de honor del Premio "Jorge Ritter" 2009)