jueves, 19 de mayo de 2011

Dieciséis minutos. La paranoia. El beso

Cuando una luciérnaga se precipitó en la oscuridad el fresco en los yuyales se hizo contundente. La excesiva humedad arrastrada por la brisa me recordó esa leve alergia que exige un estornudo. Habíamos ido con mi interesante y aún no besada amiga a recorrer calles y, en medio de la insoportable levedad de la conversación, nacieron las reflexiones que no dejan en paz a algunos locos. Sí. Demasiada reflexión vuelve locos a los aparentemente normales. Ella estaba dispuesta a aceptar el desafío de que las reflexiones profundas pueden ser controladas por uno para evitar que surjan divagaciones y pedos mentales. Si los principios y las propiedades del ser nunca han sido capaces de definir este tipo de fenómenos de aquél en cuanto a tal, como viles metafísicos nos moriremos de hambre. Entonces, sólo nos queda optar por el camino de la fluidez y dejar que todo termine según el curso que se haya tomado. Cualquier reflexión es inconclusa siendo que ninguna es franca y contundente. Muchos prefieren optar sólo por investigar la capacidad de cavilar que tiene la mente o buscar una respuesta a alguna duda. Definitivamente eso da lugar a reflexiones y es más natural que tratar de investigar la capacidad de cavilar de la mente, como lo hacen los sofistas de la nueva generación que pretenden apabullar a uno con pseudo-divagaciones.

Tengo diecisiete años. Camino con una interesante mujer lo cual me resulta más fructuoso que jugar videojuegos con los perros. En los videojuegos todo es predecible: una jugada, una caída y hasta los trucos. Todo es imaginable y definido siendo que hasta el final del juego también lo es. Es por eso que desperdiciar energía en videojuegos durante la noche es un pecado que no da lugar a experimentar la fluidez de las reflexiones que podría brotar en una caminata con una interesante y aún no besada amiga. Esta noche, como otras noches y como toda reflexión, es indefinida. Me cansa planificar lo que haré en los próximos minutos o en las próximas horas. Si el futuro es incierto, ¿el presente también lo es? Observo un momento la mirada de mi acompañante para luego detenerme en esos labios tan pálidos y pienso en el riesgo. El riesgo de recibir un regaño o una bofetada si oso besarla. Demasiada espontaneidad les molesta a todos los humanos. Si todos fuéramos espontáneos recibiríamos sin ningún temor cualquier sorpresa. Por ejemplo la caricia de una persona mayor, la puñalada de algún delincuente, un baldazo de pintura y hasta la bocina de un autobús. Ser espontáneos no es ser estoicos sino es ser más neutros de lo normal. Pero existen los riesgos. Al menos en mí que todavía no obedezco a la idea de que el futuro es incierto. El riesgo implica futuro pues indica la posibilidad de que ocurra algo y, para colmo, malo. Si intento centrarme en la espontaneidad de mi actuar y ser un impulsivo, el riesgo sería, como en toda persona impulsiva, un mero y vano prejuicio.

Sus cabellos ondulan en el aire. Son los mismos que aquellos que ondulaban en el aire de un veinticuatro de septiembre. Parecían bañarse en las aguas transparentes de cualquier río paraguayo que haya permanecido limpio durante las primeras décadas del siglo veinte, época en que se fabricaba poco plástico y casi todo residuo era biodegradable. Pero no. Me refiero a los limpios ríos de antaño. No imagino ríos extranjeros cuyas fotos para publicidad turística se retocan hoy para la Internet. Tampoco ella es un retoque fotográfico. Tiene los cabellos negros y contrastan con esa transparencia en el protóxido de hidrógeno que cubre la arena blanca de nuestro suelo. No sé qué pensará de mis cabellos. Probablemente nada. Lo que me interesaría saber es que pensaría de mi boca. Es consecuente conmigo en todo y aún nunca nos hemos besado. Quizás no le guste. No, no es tomar a la ligera una relación amistosa heterosexual. Si fuera así, todos besaríamos a las amigas con las que más cosas compartimos. Ella es tan especial que la deseo. En momentos como este es que uno se encuentra entre el saltar a la piscina o bailar un rato en el trampolín. Me detengo en esos casos. En este momento, sería lo mejor bailar en el trampolín y, por lo tanto, seguiré reflexionando al respecto y en el riesgo que corro de recibir una cachetada de las que se ven en novelas mexicanas cuando uno pretende besar a la doncella.

-- Compraré cigarrillos – dijo y se detuvo en el kiosco.

El despensero aprobó el pedido con una sonrisa fingida y picaronamente estúpida. Nunca vio los resultados luego de verme siempre acompañarla a su casa entonces sólo le queda burlarse de los infortunados. En medio de la cachaca y la cumbia que retumba en la cuadra me siento un infortunado porque todavía no la tomo de las manos con una para con la otra sostener el trofeo de novio triunfante y exigir la pleitesía de los flojos y de los acomplejados. Me resigno. No soy más que un flojo y acomplejado. Me hago la idea de que, posiblemente, el intentar tomarla de la mano no reciba como respuesta una cachetada, sino un pequeño gesto de molestia. En cambio el beso sería mucho más riesgoso. Me detengo en la posibilidad de que nada de esto ocurra y, simplemente, todo esto se trate de una especie de alucinación con énfasis en el qué ocurriría si acontece tal cosa.

Ella retiró la cajetilla y el cambio y nos alejamos del lugar. Nuestras miradas volvían a engullirse el camino de tierra. De repente hay silencio. Un corto pero largo silencio. Desconozco la posibilidad de que otras reflexiones como esta puedan hablarse dando lugar a una conversación. Pero a veces, en medio de todo el silencio, brota una molestia. Al igual que ahora. Es como si toda esa nada tenga que desaparecer y surja el algo, pero después. Y es ahí que, como arte de magia y espontáneamente, brotan las palabras dejando de lado la imposibilidad de seguir hablando. Intercambiamos palabras fútiles, triviales, comunes. Probablemente demos lugar al intercambio de ideas pero admito que en este preciso momento había una tensión en ella. Tardé en comprender que había algo pendiente y no sabía qué era. Se apuraba en terminar una frase. Dominaba la conversación. Apenas terminaba yo de hablar y, sin que haya ningún silencio de corchea siquiera, ella me respondía. Sí, dominaba la conversación. No había holgura en la misma. Me recordaba ya a los videojuegos. Todo era predecible y definido en este momento, la conversación continuaría hasta que nos cansemos. Su mirada se pierde un momento, se vuelve transparente. Puedo ver los tubos fluorescentes de las casas a través de esos ojos enormes. Ya he olvidado el vacío en los ojos aunque eso implica un estado de neutralidad absoluta. Debería alegrarme pero el pensar en que hay algo pendiente me intriga un poco. Su vacío puede deberse a eso. Es el momento adecuado para hacer sonar los dedos de mis manos. Lo hago cuando, ligeramente, los nervios se apoderan de mí. Y ver a mi costado la casa en construcción que crece cada vez más en la esquina me demuestra que ya estamos a noventa metros de su casa.

Sus padres son conservadores. Ella ha luchado en demasía por tener más espacio personal en su vida cotidiana. El pedir permiso y solicitar la recepción de amigos en la casa fueron disminuyendo. La hija estaba grande y, si los valores fueron inculcados, sólo queda a los padres confiar en ellos y en que el hijo o la hija no irán a meter la pata por ahí. No, no he podido lograr sacarla de la casa. Se trata de una amistad extraña en la que una madre con prejuicios y chapada a la antigua mete su cuchara y revuelve la sopa dejando salpicones por doquier. Acompañarla a su casa es un acto imprudente, peor si me quedo con ella largo rato. Es de noche. Los viejos no conocen lo que puede haber entre un hombre y una mujer que son amigos simplemente. Pienso. Amigos. ¡Se supone que no es ese mi propósito! Amigos. Debo besarla cuanto antes, ¡pero no puedo! O, ¿no debo? Peor ahora que los nervios la están consumiendo obligándola a acelerar los pasos. Ser novio, o no ser. Es lo mismo que decir ser novio o ser amigo. Pero besarla no debo. No. Y me angustia la posibilidad de que ocurra lo peor. Sí, la bofetada, claro. Es eso lo que me hace temerla. Miro sus manos y en sus dedos tiene dos anillos con puntas que pueden enterrarse en mi piel y dejarme el estigma de una osadía. Maldición. El corazón está acelerado y ya llegamos a su casa.

-- Entrá un rato. – dijo mientras destrancaba el portón.

¡Lo sabía! ¡Mierda! No quiere nada. Sólo que me quede un rato con ella y luego adiós. Hasta mañana. Debo comenzar a olvidar el propósito que me ha forzado siempre a estar con ella. Sí. Olvidarlo todo. Olvidar que me gusta. Olvidar las reflexiones. Olvidar las filosofadas. Dejar de creer que todo ello me llevará de la mano al afrodisíaco tabernáculo del beso. Aunque será mejor que entre en su casa un rato, trataré de apurarlo todo. Sería de mal gusto negarme a entrar ahora, despedirme y dejar claro que me enojé para que se dé por enterada de que yo, había sido, quería algo y ella, había sido, hacía la vista gorda. No se me ocurre ya nada. Ahora la palmera del jardín del frente me acosa y las murallas crecen hacia el cielo dispuestas a derrumbarse sobre mí para asegurar así mi perdición en la detestable vergüenza del rechazo. Doy pasos. Dejaré de mirar a mis costados. No pasará nada más. De ahora en más me quedaré con la mente in albis mientras me sirve jugo de manzana o mientras pone el disco de Pink Floyd que tanto nos gusta. La casa está oscura hasta que enciende el velador. La tenue luz de la sala brinda un tranquilo ambiente que invita a la intimidad. ¿Qué es lo que quiere? Ese andar no es tan peculiar. El jugo. Va a traer jugo. Sí. Yendo a la cocina desaparece en la apacible oscuridad del pasillo donde su abuelo, hace cuatro años, había caído al suelo al punto de recibir un paro respiratorio. Hay silencio. Parece que no hay nadie más en la casa. Quizás el fantasma de su abuelo pero no molesta y tampoco manipula los objetos. Son las diez y veinticinco de la noche. Un poco más y la angustia me consume al límite. No sé con qué cara vendrá de la cocina. Con cara de apurar también la situación o con cara de ‘hagamos lo que quieras, amigo que me acosa con la mirada y no sé lo que quiere.’ Recordando al futuro y la indeterminada existencia del mismo, ¿acaso no estoy prejuzgando demasiado una situación? Realmente entiendo que, al llegar a su casa, sólo se limitó a invitarme a entrar. Pero eso no implica que todo haya terminado ahí. No sé lo que puede tener en la cabeza una persona, mucho menos si es una mujer. Lo digo porque soy hombre y sé cómo pensamos los hombres pero saberlo de una mujer es casi imposible. Son tan inseguras. Algunas culpan a su período, otras a la doble personalidad que un estudio británico ha atribuido justamente a su inestabilidad debido a la vida cargada de obstáculos como las injusticias machistas que, por supuesto, las hacen vulnerables. En parte, los hombres tenemos la culpa y la historia puede hablarnos de ello. Pienso que yo doy vueltas con esto del estúpido beso ya que sería violar una autonomía física ajena, sobre todo femenina. Es todo un círculo machista esto del cortejo, un mero teatro en que el hombre sale beneficiado siempre. Según la tradición, el hombre debe galantear a una mujer para abrirles las piernas, llevarlas al altar, abrirles las piernas otra vez y, finalmente, terminar engañándolas. Lo triste es que, después, volverá a abrirles las piernas. La mayoría de los hombres buscan infinitas satisfacciones. Pero si eso lo hace una mujer, seguramente podrá cantar la habanera de la Carmen. Yo, particularmente, tengo interés sólo en mi interesante y aún no besada amiga. ¡Mierda! Otra vez recuerdo que tengo ganas de besarla. Ahí vuelve con el jugo de manzana y se dirige al sofá donde estoy sentado. No pone música. ¿Por qué hay tanto silencio como si se tratara de una película romántica francesa? Esos labios pálidos, esa boca, esa piel de terciopelo y ese cráneo que guarda un cerebro cargado de ideas místicas me recuerdan el valor que se merece para mí esta extraña criatura.

-- Te traigo jugo. ¿Por qué no hablás? – dijo.

Sarcástica. No sé qué se trae en mente. Quizás no se dé cuenta de nada y actúe naturalmente mientras yo me estoy corroyendo de ansias. ¿Por qué me invitó a pasar? No lo sé. Es todo normal. Sólo querrá conversar, hablarme de su ex novio o de Castaneda.

-- No sé qué decir nomás. – respondí.

No quiero decir nada. Sólo besarla para precipitarme en su ser y sentirla un poco más. Pero, ¡la cachetada! ¡El disgusto! ¡El rechazo! Es mi maldito ego. El ego… El ego…

-- Bueno, pero no te quedes tan callado. – pausa. Deja el vaso sobre la mesa -- ¿te gusta el color negro?

La razón me está abandonando. Descartes deja de existir en el rincón teórico de mi cabeza. Ese bastardo pretendía que hemos nacido sin cerebros para obligarnos a pensar y comenzar a existir. No existo entonces. No existo.

-- Sí, pero prefiero el marrón. – respondí enseguida -- Me recuerda a la historia por los pergaminos y el color que toman los libros impresos en los mil ochocientos. Además de la madera de los barcos piratas y del color de las armaduras que toman ese color cuando se oxidan.

Y el color de sus ojos que tienen tanto vacío. Todo sigue calmo y yo permanezco sin saber a dónde iré a parar después de esta hazaña que no parece tener desenlace. Vehementemente volvieron las ideas de la posibilidad de besarla. Ella no es muy agresiva pero la sorpresa de un indeseado beso la tornaría una valkiria y me acuchillará con su flexible puño una bofetada.

-- La historia es pasado y prefiero el presente. – concluyó.

No sé adónde quiere llegar con la conversación. Seguramente quiere jugar a la bruja de los colores y burlarse de mi decadente estado anímico. Necesito un ansiolítico y masturbarme aquí no puedo.

-- ¿El presente es de color negro?

Sonríe. Está calmada dispuesta a continuar con la conversación. A responderme rápidamente sin dar lugar a dudas.

-- Sí. El color negro no emite luz alguna. En cambio, cualquier otro color de cualquier otra gama, sí. El color negro es la oscuridad y, en la oscuridad, nada que no se vea tiene valor. El presente es oscuro, nada está definido porque en eso está nuestro trabajo. Nosotros hacemos el presente, lo definimos, lo vislumbramos. ¿Entendés?

Claro que entiendo pero me quedo corto al pensar en el marrón, en la historia, en los barcos y en sus ojos. Pensar en el marrón también da lugar a cosas más obscenas pero no soy obsceno. Sólo quiero besarla y desconozco su posible reacción. Desconocer su reacción me quita el valor de darle un beso en la boca. Son las diez y media de la noche y parece no haber ocurrido nada aún. Nada. Esa música del reloj sería ridícula en estos momentos de incertidumbre. Cantarla sería prolongar el momento post-cachetada. Debe ser tan dolorosa. Vuelvo a tratar de imaginar qué ocurriría si la beso de repente. Ella se apartará y, para terminar, me insultará con una cachetada. La cachetada. La bofetada. El saplé. El tongo. Esa femenina violencia aparece en mi cabeza cada segundo y, quitándome la lengua, se burla de mí. Vamos. El dolor durará unos segundos. No puedo ser tan débil y llorar por una bofetada. He recibido puños y nunca he llorado. Quizá sea humillante el rechazo que arrastra una cachetada femenina como respuesta a un masculino beso repentino. Me hará sentir un violador de su boca pero la vida está tan cargada de violencia. No importa. Al menos sabré qué puede ocurrir. Pero, hay otra posibilidad. Sí. Hay una posibilidad aunque la humillación sería lenta y progresiva. ¿Si le pido permiso? El “no” sería desgarrador. Más que tajante y violento. No tan doloroso como una cachetada a pesar de que llevará tiempo volver a la normalidad. Todas mis intenciones se fundirían y quedarán sumidas al olvido. Perdurará una señal en nuestra amistad, una marca que indicará que hubo una vil pretensión de mi parte para con ella. Pero el acercarme a ella bruscamente y besarla será más trabajo que abrir mi boca y pedir, primero, permiso para besarla. En ese impulso se gasta mucha energía. Es difícil pensar en qué pasaría. Piense lo que piense, nunca será cierto mientras no se cumpla. Es decir, todo lo que uno piense que ocurrirá es un vano prejuicio. El futuro no existe, definitivamente. Ahora aparece Heráclito en mi cabeza. Sí, todo fluye, todo cambia. ¡Eso! Recibir un no como respuesta da igual. Todo cambiará después. Lo demás no importa. Me humillaré ante su rechazo y me iré de su casa con el rabo entre las piernas. Por lo menos me quitaré el peso de encima y aseguraré mi futuro como errante fracasado. Son las diez y treintaitrés minutos. Minutos de incertidumbre, reconozco, y de cobardía. Este estado es culpa mía porque dejo que todo tarde y sigo repitiendo mis fantasías de lance en lance. Estoy harto de todo esto y será mejor terminar con esta alucinación.

-- Sí, entiendo. – respondo volviendo en mí. Hay un silencio corto. No pienso más que en el propósito de solicitar su permiso para darle un beso. En lanzarme al vacío de lo que ocurrirá después. Primero transitar con mi mirada sobre su fisonomía, detenerme en su oreja, luego en los pómulos hasta preguntarle por fin: -- ¿puedo darte un beso?

Ella se acomodó y respondió enseguida:

-- Pero rápido, antes de que vengan mis padres.

***

(2da mención - Concurso de Cuentos del Club Centenario 2008)

Tres finales

Entró abruptamente. No sabía qué hacer. El solitario reloj agredía al silencio con su sutil tintineo mientras el centelleo de la luz del sol delataba al delicado piso de madera. El polvo lo hizo estornudar un momento. Cogió el libro y lo sostuvo entre sus manos. Esperó. Le costó decidir si es conveniente o no quedarse en la capilla para conversar con una feligresa que no tiene aún definidos sus sentimientos hacia él. Estaba entre la espada y la pared porque la deseaba y ya estaba cansado de rezar a pedazos de abenuces tallados en forma humana todos los días. Diez años de servicio a algo que hasta ahora no le había devuelto la libertad resultó ser un sacrificio vano que le ha zarandeado la conciencia todas las noches. Sabía que la libertad le llevaría a la felicidad. Pero le fue arrebatada. Sus dientes rechinaban cuando la sinfónica tocaba en el teatro y no podía ir. Un nudo en la garganta le impedía emitir sonido alguno cuando leía las misivas que su amada le enviaba a través del capataz y en las que le expresaba su deseo de estar con él. Pero él no podía porque tenía que quedarse. Porque tenía que preparar la misa. Tenía que rezar. Tenía que jurar devoción todos los días sin mirar al costado.

Soplaba el viento y dejaba que las persianas podridas se golpearan por las paredes de adobe de su humilde morada. Aparece en su mente la mujer. La odia y la desea. Quitó poco provecho a los casuales encuentros. Esas joyas han de valer mucho. Se tapa la herida un instante. El alcohol se había acabado. Impaciente, hurga en el pobre cajón de medicamentos y no encuentra absolutamente nada. Inconscientemente dirige su mirada en el espacio que ocupa la botella de aguardiente. La toma y derrama su contenido sobre la infección. Seguidamente, el terrible ardor calma al dolor. Después bebe un sorbo. Deduce que en vano quiso pelear, minutos antes, con el sirviente de la matrona doncella. Eso le había costado una dolorosa cortadura en la pierna y tuvo que huir enseguida. Una vez en la casa, habiéndose arrojado sobre el montículo de ropas mugrientas, se dispuso a curar la ya desinfectada herida. Reflexiona. Si robara al menos una joya podría viajar al campo donde comenzaría a vivir. El dinero será suficiente para alquilar una pensión mientras busque trabajo en alguna hacienda como limpiador. Ha pasado hambre. Su amante, enceguecida quizá por otro amor, olvidó que tenía necesidades y que ya no comía. Estaba acabado. Su padre no volvía y en la ciudad no conseguía trabajo para poder comer. ¿Quién será el otro? Quizás otro rufián presumido y rico. No importa. Sabe que ella va a la capilla de la iglesia todos los días a las nueve de la mañana y, como toma un camino poco habitado, podrá aprehenderla.

No recordaba dónde dejó su abanico. El perfume que le regaló el difunto hace trece años se encuentra expandido en el pasillo de la lujosa casa. Prometió utilizarlo para un compromiso especial. Ahora, el aroma juega pícaramente con los detalles neobarrocos de la techumbre que invita a uno a la elevación. Camina. Se pierde en los rincones de la casa para remover los baúles y los armarios viejos. Sus tacones, golpeando las baldosas a medida que camina, emiten un sonido agudo y hueco. Se detiene en el pasillo. Mira a su costado el ventanal a través del cual se divisan las calles que la conducirán a destino. No sabe qué le va a decir. Está ansiosa. Ya se alejó del joven que la venía follando durante los dos últimos años. Probablemente, éste quería su dinero y robarle joyas para apostar en las jugadas. Pero sus necesidades sexuales las satisfacía el susodicho, hijo de un amigo pobre muy querido, porque estaba harta de esperar que aparezca una oportunidad para hacerlo con su verdadero amor, un sacerdote de su misma edad que está lleno de vida y al que deseaba dar el sí para que éste abandone de una vez a los santos y al triste silencio del amparo divino. Pero el otro, aquel joven, era una aventura que le garantizaba que era una doncella todavía. El sacerdote no. Pero lo amaba igual, con sotana y todo. Le gustaba imaginar su cuerpo viril debajo de todo ese ropaje.

Tenía treintaicinco años cuando la conoció. Fue en el quinto día de haber comenzado su labor en la ciudad. Cada vez que estaba solo recordaba el sabor de sus pechos blancos y de su exquisito cuello de cisne. Es entonces que el Credo se veía interrumpido debido a una atrevida erección y el pecado florecía castamente desde sus entrañas. La ama. Ha esperado tanto un momento crucial como el día en que decidan su futuro. Si bien, el futuro no existe, se trata realmente de una suposición. Si están juntos y se respetan mutuamente se supone que el futuro será feliz. Imagina una cabaña en el campo, lejos del ruido de la ciudad y de los hombres con sombrero que saludan al pasar con sus carretas. A veces, estando encerrado como de costumbre, mira con odio a la espesa arquitectura que le rodea, a esas arrogantes cruces estáticas y a esos reclinatorios que le recuerdan tanto a la milicia y a la subordinación. Huirá con ella. Por fin la tendrá todos los días entre sus brazos. A pesar de ser ella tan independiente, sabe que su futuro está asegurado una vez que obtenga su libertad. Vendrá en unos instantes. ¿Vestirá de gris? ¿Vestirá de azul? Sólo Dios sabe y él también pronto lo sabrá. Si ella no viene, la respuesta sería contundente. Todo estaría perdido para él. Pero aguarda. Las ansias le carcomen los ojos y una sonrisa se dibuja levemente en su rostro.

Faltan cinco para las nueve. Agarra un cuchillo y, saliendo con pasos rápidos, deja cerrar la puerta con un golpe que asustó al roñoso gato. La furia se engalana en su mirada. Camina rengo pero el dolor de su pierna cesará luego de vengarse. Viajará después. Trabajará en una hacienda. Bañará a los caballos y limpiará las malezas. El único pasaje es el dinero necesario para llevar a cabo el cumplimiento de sus deseos. Se deshará de su oscuro pasado y volverá a comenzar. Las piedras de la calzada parecen temer a sus pasos que lo hacen avanzar. La siente cerca. Conoce el camino que toma para ir a la iglesia. La alcanzará. Está seguro. Está concentrado. Los escrúpulos han huido. Observa a las damiselas que lucen sus vestidos acompañadas de hombres relamidos o perritos peludos. Algunas, despreciando sus harapos, lo miran. Otras no. Una gota de sudor en su frente es el aval de que todo volverá a comenzar. Entra en un callejón y, finalmente, la observa desde lejos. Ríe por dentro. Su estómago se remueve un instante. Parece bailar una polca. Se arma de valor. La calle está casi desierta. Acelera sus pasos.

Decidió ir caminando. Ignoró el abanico. No importaba nada más. Sus ojos se devoran la perspectiva del paisaje a medida que avanza afanosa. Los árboles de las calles la están saludando con alegre cortesía. Mira atrás, observa el aparatoso lujo de su casa y piensa que lo dejaría todo con tal de estar con él. Mudará lo necesario al campo, a la añorada cabaña solitaria para compartir momentos felices por el resto de sus días. Imagina sus jadeos corrompiendo al alba luego de un coito perpetuo. Adora esos momentos. Ni siquiera pensó en el joven de cuyos encantos había logrado escapar luego de numerosos rechazos en los últimos meses. Al muchacho el padre lo mantiene. Y ella también pero indirectamente a través del padre, que es su amigo. Pero ya no desea saber siquiera qué habrá ocurrido con esos dos infelices. El propósito ahora es sólo uno: encontrarse con su amado para declararse amor eterno. Planificarán el viaje al campo y cómo celebrarán la libertad que, envolviéndoles con su manto esplendente, les asegurará la felicidad. El pipío de los pajarillos, el sonido del viento y el olor de la llovizna la sumen en una nostalgia que la emociona un poco. Todo está asegurado. No sabe cómo le va a decir pero se lo dirá todo. Le besará un momento y le abrazará con fuerza. Sabe que él también lo dejará todo por ella.

Ella solía estar más temprano. Han pasado varios minutos y aún no ha llegado. Probablemente se despertó con una inoportuna vacilación. Pensó que, quizás, dude de su apasionado amor. Está perdido. Observa cómo las cruces se elevan sobre él e intentan doblegarlo, casi burlándose de su debilidad, fruto del encadenamiento a la labor religiosa. Llora. En vano ha esperado la silueta de su amada que antes entraba por la puerta más pequeña mientras sus pasos se oían suavemente en el recinto. Quizás la busque. El silencio de su labor lo aturde. Se harta. Llora. Ella le abandonó. Renunciará al día siguiente y viajará lejos acompañado de su soledad.

El rechazo. La indiferencia. El rencor. Tres verdades se conjugan para impartir su venganza y su deseo de superación. Se aproximó a ella. El collar colgaba de su hermoso cuello y los pendientes chinchineaban desde sus orejas llamándolo. Debía deshacerse de esa figura divina que lo distrae para arrebatarle su futuro. Su futuro está en esas joyas. Serán suyas. Ahora. Entonces hizo lo que debía con mente fría y tuvo la oportunidad de despojarla rudamente de sus joyas. Las personas en la calle están lejos, observando a punto de alarmarse. Pero él logra correr a pesar de la pierna herida. Y escapó a su futuro.

Sonríe. Quiere gritar a todo el mundo que hará libre a su ser más amado. No desea recordar nada. Tiene la mente en blanco. No hay tiempo para pensar en nada. Sólo de encontrarse con él. Camina apresuradamente. Casi nadie hay en la calle. Intenta cavilar un poco. El amor vendrá pronto a llevarla de la mano al altar de la felicidad. Sólo sabe que cosas mejores pudieron haber ocurrido toda vez que un cuchillo no haya atravesado su pescuezo.