jueves, 19 de mayo de 2011

Tres finales

Entró abruptamente. No sabía qué hacer. El solitario reloj agredía al silencio con su sutil tintineo mientras el centelleo de la luz del sol delataba al delicado piso de madera. El polvo lo hizo estornudar un momento. Cogió el libro y lo sostuvo entre sus manos. Esperó. Le costó decidir si es conveniente o no quedarse en la capilla para conversar con una feligresa que no tiene aún definidos sus sentimientos hacia él. Estaba entre la espada y la pared porque la deseaba y ya estaba cansado de rezar a pedazos de abenuces tallados en forma humana todos los días. Diez años de servicio a algo que hasta ahora no le había devuelto la libertad resultó ser un sacrificio vano que le ha zarandeado la conciencia todas las noches. Sabía que la libertad le llevaría a la felicidad. Pero le fue arrebatada. Sus dientes rechinaban cuando la sinfónica tocaba en el teatro y no podía ir. Un nudo en la garganta le impedía emitir sonido alguno cuando leía las misivas que su amada le enviaba a través del capataz y en las que le expresaba su deseo de estar con él. Pero él no podía porque tenía que quedarse. Porque tenía que preparar la misa. Tenía que rezar. Tenía que jurar devoción todos los días sin mirar al costado.

Soplaba el viento y dejaba que las persianas podridas se golpearan por las paredes de adobe de su humilde morada. Aparece en su mente la mujer. La odia y la desea. Quitó poco provecho a los casuales encuentros. Esas joyas han de valer mucho. Se tapa la herida un instante. El alcohol se había acabado. Impaciente, hurga en el pobre cajón de medicamentos y no encuentra absolutamente nada. Inconscientemente dirige su mirada en el espacio que ocupa la botella de aguardiente. La toma y derrama su contenido sobre la infección. Seguidamente, el terrible ardor calma al dolor. Después bebe un sorbo. Deduce que en vano quiso pelear, minutos antes, con el sirviente de la matrona doncella. Eso le había costado una dolorosa cortadura en la pierna y tuvo que huir enseguida. Una vez en la casa, habiéndose arrojado sobre el montículo de ropas mugrientas, se dispuso a curar la ya desinfectada herida. Reflexiona. Si robara al menos una joya podría viajar al campo donde comenzaría a vivir. El dinero será suficiente para alquilar una pensión mientras busque trabajo en alguna hacienda como limpiador. Ha pasado hambre. Su amante, enceguecida quizá por otro amor, olvidó que tenía necesidades y que ya no comía. Estaba acabado. Su padre no volvía y en la ciudad no conseguía trabajo para poder comer. ¿Quién será el otro? Quizás otro rufián presumido y rico. No importa. Sabe que ella va a la capilla de la iglesia todos los días a las nueve de la mañana y, como toma un camino poco habitado, podrá aprehenderla.

No recordaba dónde dejó su abanico. El perfume que le regaló el difunto hace trece años se encuentra expandido en el pasillo de la lujosa casa. Prometió utilizarlo para un compromiso especial. Ahora, el aroma juega pícaramente con los detalles neobarrocos de la techumbre que invita a uno a la elevación. Camina. Se pierde en los rincones de la casa para remover los baúles y los armarios viejos. Sus tacones, golpeando las baldosas a medida que camina, emiten un sonido agudo y hueco. Se detiene en el pasillo. Mira a su costado el ventanal a través del cual se divisan las calles que la conducirán a destino. No sabe qué le va a decir. Está ansiosa. Ya se alejó del joven que la venía follando durante los dos últimos años. Probablemente, éste quería su dinero y robarle joyas para apostar en las jugadas. Pero sus necesidades sexuales las satisfacía el susodicho, hijo de un amigo pobre muy querido, porque estaba harta de esperar que aparezca una oportunidad para hacerlo con su verdadero amor, un sacerdote de su misma edad que está lleno de vida y al que deseaba dar el sí para que éste abandone de una vez a los santos y al triste silencio del amparo divino. Pero el otro, aquel joven, era una aventura que le garantizaba que era una doncella todavía. El sacerdote no. Pero lo amaba igual, con sotana y todo. Le gustaba imaginar su cuerpo viril debajo de todo ese ropaje.

Tenía treintaicinco años cuando la conoció. Fue en el quinto día de haber comenzado su labor en la ciudad. Cada vez que estaba solo recordaba el sabor de sus pechos blancos y de su exquisito cuello de cisne. Es entonces que el Credo se veía interrumpido debido a una atrevida erección y el pecado florecía castamente desde sus entrañas. La ama. Ha esperado tanto un momento crucial como el día en que decidan su futuro. Si bien, el futuro no existe, se trata realmente de una suposición. Si están juntos y se respetan mutuamente se supone que el futuro será feliz. Imagina una cabaña en el campo, lejos del ruido de la ciudad y de los hombres con sombrero que saludan al pasar con sus carretas. A veces, estando encerrado como de costumbre, mira con odio a la espesa arquitectura que le rodea, a esas arrogantes cruces estáticas y a esos reclinatorios que le recuerdan tanto a la milicia y a la subordinación. Huirá con ella. Por fin la tendrá todos los días entre sus brazos. A pesar de ser ella tan independiente, sabe que su futuro está asegurado una vez que obtenga su libertad. Vendrá en unos instantes. ¿Vestirá de gris? ¿Vestirá de azul? Sólo Dios sabe y él también pronto lo sabrá. Si ella no viene, la respuesta sería contundente. Todo estaría perdido para él. Pero aguarda. Las ansias le carcomen los ojos y una sonrisa se dibuja levemente en su rostro.

Faltan cinco para las nueve. Agarra un cuchillo y, saliendo con pasos rápidos, deja cerrar la puerta con un golpe que asustó al roñoso gato. La furia se engalana en su mirada. Camina rengo pero el dolor de su pierna cesará luego de vengarse. Viajará después. Trabajará en una hacienda. Bañará a los caballos y limpiará las malezas. El único pasaje es el dinero necesario para llevar a cabo el cumplimiento de sus deseos. Se deshará de su oscuro pasado y volverá a comenzar. Las piedras de la calzada parecen temer a sus pasos que lo hacen avanzar. La siente cerca. Conoce el camino que toma para ir a la iglesia. La alcanzará. Está seguro. Está concentrado. Los escrúpulos han huido. Observa a las damiselas que lucen sus vestidos acompañadas de hombres relamidos o perritos peludos. Algunas, despreciando sus harapos, lo miran. Otras no. Una gota de sudor en su frente es el aval de que todo volverá a comenzar. Entra en un callejón y, finalmente, la observa desde lejos. Ríe por dentro. Su estómago se remueve un instante. Parece bailar una polca. Se arma de valor. La calle está casi desierta. Acelera sus pasos.

Decidió ir caminando. Ignoró el abanico. No importaba nada más. Sus ojos se devoran la perspectiva del paisaje a medida que avanza afanosa. Los árboles de las calles la están saludando con alegre cortesía. Mira atrás, observa el aparatoso lujo de su casa y piensa que lo dejaría todo con tal de estar con él. Mudará lo necesario al campo, a la añorada cabaña solitaria para compartir momentos felices por el resto de sus días. Imagina sus jadeos corrompiendo al alba luego de un coito perpetuo. Adora esos momentos. Ni siquiera pensó en el joven de cuyos encantos había logrado escapar luego de numerosos rechazos en los últimos meses. Al muchacho el padre lo mantiene. Y ella también pero indirectamente a través del padre, que es su amigo. Pero ya no desea saber siquiera qué habrá ocurrido con esos dos infelices. El propósito ahora es sólo uno: encontrarse con su amado para declararse amor eterno. Planificarán el viaje al campo y cómo celebrarán la libertad que, envolviéndoles con su manto esplendente, les asegurará la felicidad. El pipío de los pajarillos, el sonido del viento y el olor de la llovizna la sumen en una nostalgia que la emociona un poco. Todo está asegurado. No sabe cómo le va a decir pero se lo dirá todo. Le besará un momento y le abrazará con fuerza. Sabe que él también lo dejará todo por ella.

Ella solía estar más temprano. Han pasado varios minutos y aún no ha llegado. Probablemente se despertó con una inoportuna vacilación. Pensó que, quizás, dude de su apasionado amor. Está perdido. Observa cómo las cruces se elevan sobre él e intentan doblegarlo, casi burlándose de su debilidad, fruto del encadenamiento a la labor religiosa. Llora. En vano ha esperado la silueta de su amada que antes entraba por la puerta más pequeña mientras sus pasos se oían suavemente en el recinto. Quizás la busque. El silencio de su labor lo aturde. Se harta. Llora. Ella le abandonó. Renunciará al día siguiente y viajará lejos acompañado de su soledad.

El rechazo. La indiferencia. El rencor. Tres verdades se conjugan para impartir su venganza y su deseo de superación. Se aproximó a ella. El collar colgaba de su hermoso cuello y los pendientes chinchineaban desde sus orejas llamándolo. Debía deshacerse de esa figura divina que lo distrae para arrebatarle su futuro. Su futuro está en esas joyas. Serán suyas. Ahora. Entonces hizo lo que debía con mente fría y tuvo la oportunidad de despojarla rudamente de sus joyas. Las personas en la calle están lejos, observando a punto de alarmarse. Pero él logra correr a pesar de la pierna herida. Y escapó a su futuro.

Sonríe. Quiere gritar a todo el mundo que hará libre a su ser más amado. No desea recordar nada. Tiene la mente en blanco. No hay tiempo para pensar en nada. Sólo de encontrarse con él. Camina apresuradamente. Casi nadie hay en la calle. Intenta cavilar un poco. El amor vendrá pronto a llevarla de la mano al altar de la felicidad. Sólo sabe que cosas mejores pudieron haber ocurrido toda vez que un cuchillo no haya atravesado su pescuezo.

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