miércoles, 19 de marzo de 2008

Impotencia

Llovía. Una vela iluminaba el rincón de la sala donde descansaba el enorme sofá. La luz de la luna que se entremezclaba entre las pesadas gotas de la lluvia intentaba atravesar los enormes ventanales que miraban a la calle. Y él, no sabía qué hacer con el cuerpo. Había discutido con ella toda la mañana por la culpa de un pendejo que se cruzó, hacían meses, entre ambos. Bueno, era vieja para el muchacho, pero las personas de su edad la considerarían así. Sí, era muy vieja para el muchacho. Según los chismes, él la tenía más dura. A la vieja le costaba lograr que su cónyuge llegara no sólo al orgasmo, sino al orgasmo necesario para hacerla sentir la doncella de Gomorra. Y con el muchacho no se necesitaba mucho trabajo. Como un perro la montaba sobre una mesa. Como una perra se sentía ella mientras un vaivén de jadeos retumbaban sobre el delirio de los dos amantes. Y el viejo se frustró.

Al romper el alba, sucumbió el poder de la droga que lo mantuvo dormido. Aunque le llevó mucho tiempo reconocer que aquella droga le impedía ver lo que Elena hacía con el joven aprovechando la dosis ingerida con el jugo de naranja, no pudo evitar beber un sorbo. Ramón Villegas le había advertido lo de su mujer, y él hizo bien en creer el cuento. La semana pasada fingió una enfermedad, a sabiendas de que su mujer, en lugar de ir al mercado, se encontraría con el joven para follar en su casa. Cuando los vio tomados de la mano y a su esposa que no se aguantaba las ganas de tocar el culo de su joven acompañante, la adrenalina, en bulliciosa algarabía, subiendo a sus sienes, se quedó estancada ahí, hasta el día que reventó.

No podía tolerar que la mujer escurra el nombre de su hombre por el suelo. En el trapo sucio se perdería su hombría y la burla de sus amigos se tornaría una rutina que debería soportar en las juntas de cerveza y peñas.

Observó un instante el cuerpo. ¿Fue necesario forzarla a que tome el líquido? Por supuesto. Su orgullo estaba en juego. Debía eliminarla. No podía aceptar que su mujer reconozca que era tan poco macho. A pesar de ello lo hizo. Podía seguir intentando cogerla como Dios manda. Pero aparece el rencor un instante. Nunca se dio cuenta de las jugadas de la matrona hasta que descubrió todo. Se detuvo mientras se animó a tocarse la verga que seguía ahí, blanda, vieja, decadente y con olor a guardada. Se cruzó por su mente la comparación de ese olor con los ropajes viejos de una tía. Sintió asco y pena de sí mismo. Volvió entonces a mirar el cuerpo de la mujer. Seguía siendo hermoso. Senos pronunciados como montañas nevadas. Los pezones eran cierras en las cimas. Redondeadas. Hechizantes. Y tuvo una erección interna otra vez.

Lloró.

¿Acababa de matar a su mujer por celos o porque tenía consigo su impotencia? Sí. En el cuerpo de ella se relamía la impotencia de él. Miraba con asco pero luego se miraba a sí mismo. La impotencia se arrastraba como una víbora saliendo del ombligo, entrando en su vagina y floreciendo en el culo como un inmaduro retoño verde e inocente. Su erección de adentro lo hizo desearla otra vez. Ella estaba a su merced de nuevo, luego de mucho tiempo. Es que la muy puta se salió siempre con la suya. Era experta en hacerlo dormir con pastillas para que pudiera ella tener la tranquilidad de salir con el joven cuando tenía tiempo de coger con el marido. Pero él era impotente. Y él lo sabía. Pero no podía refutarle nada. Ya se dormía cuando ella se perfumaba para salir.

Y ahora que la tenía ahí, ardía en deseos. En pasión. En querer cogerla como hace años. Cuando le abría las piernas y él entraba dentro de ella castigando sus entrañas con el maldito líquido. Sí. Castigándola con ese dolorcito que se remueve en su vientre revolviendo sus intestinos y causando un cosquilleo en el pecho para luego endurecer sus pezones rozados. Él no podía aguantarse más. No ha cambiado mucho después de la última vez que volvió a fracasar en la cama como marido. Como macho.

Se desprendió la bragueta rápidamente. Su verga blanda meneó un momento. Seguía muerta como la mujer. Su verga ya sólo servía para descargar los residuos que la vejiga ya no podía contener. Sí. Tenía que poseer ese cuerpo muerto de mujer hermosa. Se abalanzó sobre él y decidió montarla. Pero su verga no quería entrar más en ese agujero. Se habrá cansado de entrar ahí o simplemente había muerto como su hombría. Pero igual, la tocó, la friccionó con sus manos. Cubría fuertemente los senos con sus arrugados y temblorosos dedos. Los apretaba fuertemente. Mordía su cuello frío. Estaba maleable ese cuerpecito de princesa. Como nunca. Pero su miembro seguía caído.

Él, sin su hombría, no era nada.

¿De qué servía asesinarla si es su hombría la que debía renacer? Una erección interna no significaba mucho. Ya jamás volvería a sentir la fricción de las vaginas sobre su pene. Era eso lo que le confirmaría la existencia de su honra como macho. Pero ya no volverá a sentirla jamás.

Y eso nos garantiza el revólver que, apuntándolo en su cien, se disparó.

Julio José
(marzo 2006)

Crayón negro

El niño caminaba por la calzada cubierta de arenas rojas. Aquella era una de esas mañanas excesivamente soleadas cuyo calor era apagado gracias a la potente brisa que venía del río, a pocas cuadras. Observaba a los pajaritos a medida que caminaba. Eran tan felices. A veces hasta envidiaba esa alegría natural que resplandece en los animalillos del ecosistema. Lo recibió el perro que ya se tomó con algunas pisadas de niños brutos a los que no les importaba si algún obstáculo en el camino los apremiase. Tocó la oreja sarnosa y siguió caminando, obligado por el reloj. Se perdía entre las plantas y una vez más pisaba el recinto de esa escuela plagada de ratoncillos con queso y basura. Echaba a andar con la mochila a cuestas y unos libros con gráficos estúpidos y sílabas casi incomprensibles.

Y apareció el saludo hipócrita de algún perdido. Era ese mismo saludo que tiene un eco diferente después de la primera frase. La costumbre, esa costumbre, postraba la situación ante unas leyes consuetudinarias, imposibles de ser acatadas por el desnutrido niño. Era feliz, al menos lo intentaba gracias esa sonrisa grotesca con esos dientes desordenados como si una criatura menor acabara de manipularlos. El bullicio que lo rodeaba lo aceleraba enseguida y expresarse no podía en ese ambiente alegre en demasía. Un saludo a sus amigos sería suficiente como para quedarse un momento con ellos, y compartir.

-- ¡Puto!

La voz salió de un espacio ubicado en la esquina donde el árbol viejo se erguía hacia el cielo dejando esclarecer los centelleos del sol imponente entre las hojas verde olivo. Los chiquillos salpicaban la arena a borbotones mientras algunos se empujaban para hincar sus dedos en el tronco del vasto árbol. Sabía que aquella voz venía directamente a sus oídos como un escupitajo que es escuchado por otros pero recibido por la víctima solamente. Es hombre para gimotear pero esa rabia indefensa lo impedía buscar al mosquito y machacarlo entre sus puños lánguidos hasta ver las tripas escurridas entre sus nudillos.

--¡El que lo dice, lo es! – se limitó a decir. Tenía todo un diccionario de malas palabras para insultar a cualquiera pero recordó que son prohibidas en su familia ridícula y que cualquiera valdría un manotazo por la boca.

Y entró en la clase. Buscando un pupitre, recibió un empujón que lo tiró a una mesa, e inmediatamente agarró el lugar para sentarse de una vez.

--Hola, Jorge. –le dijo el amigo que, a pesar de estar siempre con él, lo insulta cuando tiene ganas.
--¿Qué comiste hoy? –le preguntó Jorge mientras se ataba los cordones de su champión derecho.
--Albóndigas con arroz. Hizo mi mamá.

El bochorno en el aula había desaparecido justo cuando la profesora entró escabrosamente. La penetrante mirada intimidaba a cada uno de los alumnos que, esperando el primer regaño o la primera crítica, buscaban asientos cómodos en los pupitres gastados caminando como hormigas. La vieja, después de acomodar sus bártulos sobre la mesada, se dispuso a hacer sonar la tiza sobre la superficie áspera de la pizarra inmensa.

--Sacálena un poco su agogó a Ana. –murmuró el enano que se sentaba en el pupitre de atrás.

Jorge quería ser grande con ese deseo de niño que lo incitaba a adentrarse a la aventura de héroe yanqui. El agogó rosado sujetaba el cabello castaño de la Anita quien acababa de abrir su cuaderno y comenzar a copiar la compleja oración del adelantado rioplatense. Jorge no tardó en estirar su mano hacia el asiento de adelante y agarrar el agogó deslizándolo por el lacio cabello de la niña, hasta desprenderlo.

--¡Profesora! –estalló la casi violada.

Deplorable aquella humillación que se manifestó en las pocas palabras duras de la maestra. El pleito terminó con Jorge en la sala de orientación psicológica, pues llevaba días haciendo demasiadas travesuras y sólo bastaba una queja más de alguna profesora para acabar con la reputación de él, como si aquello se tratara de un tribunal eclesiástico castigando las impurezas de los supuestos feligreses.

Una vieja clavó el bolígrafo en la carpeta de observaciones mientras Jorge permanecía callado, con el corazón en la boca imaginando los cintarazos de su desquiciada madre desfigurando su espalda frágil. El ventilador nunca paraba de soplar. Mientras entraban y salían personas que se hacían llamar profesores, se comía las uñas reclamando algún consuelo que aplacase el humor que palpitaba en su pecho queriéndose librar del castigo que lo acometiera.

--¿Qué me van a hacer?—dijo luego de hartarse del décimo minuto que era tocado por el minutero del reloj de pared. Esa impaciencia no podía soportar, ni siquiera esas miradas embestidoras que carecían de la psicología necesaria para sobrellevar una situación de conducta de un niño de segundo grado que no tiene la culpa de sus actos alegres.

--Jorge, le vamos a llamar a tus papás por teléfono para avisarles que no nos hacés caso...

Desgracia la suya. La palabra “teléfono” le asustaba cuando salía de la boca de alguna profesora. Esa palabra tetrasílaba era la mejor herramienta para mantener a los niños calmados cual reclusos de un hospital neuropsiquiátrico. Y Jorge sólo hundía la cabeza entre sus hombros como un búho atemorizado en la noche de murciélagos.

Al salir al receso, la mirada burlona de la Anita lo atormentó por unos minutos, mas la calma llegó cuando su grupillo se le acercó para alejarse un poco del jolgorio recreativo.

--¿Qué te dijeron? –dijo Luis.
--Seguro que le van a llamar a su papá. –comentó Laura.
--Sí... Y me van a pegar... –dijo Jorge casi rabiado con esa humilde resignación dolorosa que exigía un ligero sollozo. No podía evitarlo. Solía mirar a su alrededor y observaba que muchos traviesos pasaban por lo mismo. Estaba, por el momento, harto de formalidades y estúpidos protocolos escolares. Los niños no saben de esas cosas. Los niños sólo quieren jugar y expresar su ira con puños cerrados y patadas enclenques. Él no podía hacerlo muchas veces. Estaba prohibido pues sus progenitores llevaban en la sangre esa delicadeza tan pacífica que lo limitaba a vengarse de algún maricón que lo contagiaba con sus insultos. “La palabra es la solución”, decía su madre. Contarle a la profesora es lo correcto, pero sería vano, pues ésta sólo tomaría del brazo al idiota y le hablaría como monja. Aquello no compensaba la saña de Jorge, que no se sentía satisfecho con esa llamadita de atención al maleducado. Él quería verlo desangrado, colgado en la placita o del mástil de la bandera para que todos rían de su cara moribunda, víctima de los cuervos que pican sus ojos.

***

En casa no se libró de un tirón de cabello al leer su madre una nota –de queja- sorpresa en el cuaderno de avisos. Odiaba esa mano regordeta manoseando brutamente su cuerpecito. Esa voz gruñona amenazándolo con marcarle las piernas con cables trenzados agobiaba su tímpano inmaduro mientras sólo se tapaba los ojos para que no descubran su lloriqueo. El peso de los insultos oportunos en la escuela y el castigo en la casa lo llevaban a acostarse y pegar su cara en la almohada para ocultar los sollozos que nunca explotaban en llanto.

Veinte minutos se quedaba ahí aguantándose el aburrimiento pero manteniéndose firme a su orgullo infantil. Al salir de su habitación, su madre, algo compasiva, lo reanimaba con esa vocecilla de “yo sé cómo educarte”. Sobraban los consejos baratos mientras pensaba en el Lazarillo de Tormes o en el Patito Feo. Era absurdo enumerar los papelones por los que pasaba el niño. Pensaba en sus derechos como cubano en la plaza pública, mas sabía que los oídos de los mayores eran sordos ante las quejas infantiles. Resignación cristiana. No le quedaba otra opción que hablar con su angelito protector y pedirle que le mate a todos sus compañeros de la escuela y a las profesoras malvadas para que lo dejen en paz.

-- ...y es inquieto. No atiende la clase y se pasa molestando a sus compañeros que quieren aprender. – la frase aquella era demasiado familiar. Mientras el padre centraba sus cejas en el medio de la frente, la madre seguía comentándole sobre las quejas de la maestra que no cabían en la breve nota que había recibido.
-- Y no sé. Hay que ver. –sólo dijo.

Jorge salió a andar en bicicleta. Eran las siete de la tarde y aún no estaba tan oscuro el cielo. Se encontró con unos vecinos y jugaron algo de tuka’ê kañy y pasará-pasará. Más tarde echaron a andar otra vez en bicicletas hasta cansarse. Luego, dejaron caer los móviles en la vereda mientras una de las chicas se disponía a contar la última experiencia que tuvo con el Jasy-Jateré, muriéndose de la risa después de ver las caras de los niños que se apabullaban con sorpresas jamás creíbles. Jorge también contaba sus sustos, pero cuando se hizo demasiado tarde, los vecinos menores que los acompañaban comenzaban a tener miedo. Decidieron dejar la sesión, pues, para otra noche. Jorge cogió su bicicleta y se dirigió a casa.

Ya en casa, sorpresa: un zapatazo lo recibió esta vez. Para evitarlo fue necesario haber pedido permiso para salir a la calle, peor aún cuando va desapareciendo la claridad del cielo a esas horas de la tarde.

-- Mirá si te agarra alguien. Mirá si te lleva algún señor. ¡Peligroso es! ¡Un millón de veces te dije! ¡Caramba digo! – y en cada sílaba donde la voz se cargaba con potencia, la zapatilla hacía su papel. -- ¡Que sea esta la última vez que no me pidas permiso! ¡Si vas a hacer lo que querés, salí nomás a vivir afuera! ¿Me oíste?
-- Sí, mamá. –dijo a cuestas. Los llantos ahogaban a sus respuestas. Pero intentaba atajarse, y no podía.

***

Jorge había pensado en cambiar su postura de niño travieso. Esa mañana, antes de colocar los pies sobre el suelo, decidió medir sus actos y ser un poco más respetuoso. Ya era necesaria esa decisión. Estaba cansado del cinto y las zapatillas. Cada vez que su madre lo castigaba, Jorge la odiaba como Lucifer al Cristo. Sentía una rabia tan impotente que lo entristecía demasiado. No el dolor de los golpes que recibía. El dolor es algo efímero, transitorio, vago, insuficiente. Era, pues, el no poder gritar “te odio” a ese ser que lo trajo al mundo. Tenía tantas ganas de gritar sus derechos de niño, pero no podía. Sin piedad le devolverían un golpe en lugar de unas disculpas.

-- Mami no me quiere. – le dijo a su abuela mientras ésta leía el periódico.
--Pero ¿cómo no te va a querer? Ella te educa. –le respondió ella con una paz inmensa capaz de hacerlo olvidar todo.
-- Pero siempre me pega.
-- Es porque no te portás bien, mi hijito. Prometeme que te vas a portar bien de hoy en adelante.
--Lo prometo. – dijo a cuestas, pero sabiendo que era necesario.

Su abuela se apartó un momento y lo dejó solo. Unas hormigas se paseaban entre las grietas de las baldosas del suelo mientras que las cortinas filtraban la luz de la noche que encandecía la sala de estudio de la cual su abuela casi nunca se alejaba. Jorge se sentía perdido en el medio de una cantidad de libros. Aprendió a deletrear sus primeras sílabas cuando tenía cinco años y ya acababa de leer su primer libro de literatura española. Pero aquellos libros en la biblioteca lo apabullaban; pensaba que le faltaría mucho para leer todos esos y que tal hazaña sería, por lo tanto, inútil. La abuela Concepción le inculcaba el amor por los libros pero era demasiado pequeño para darse cuenta del beneficio que los mismos aportan a la mente humana. El Quijote fue un relato breve que entró en sus oídos hace un mes, más o menos. La abuela Concepción pintó el paisaje como si ella misma fuera la Dulcinea de Toboso. Era evidente que tenía certeza de cómo relatar un cuento que precisa de cierta ubicación escenográfica, pues la sangre blanca de la doble matrona transportaba el tinte español que con orgullo lleva el criollo.

-- Véngase, Jorgito. Vamos a rezar... – dijo desde la puerta.

Jorge no dijo palabra alguna. No tenía noción de lo que ello significa. Sólo sabía que la condición era repetir lo que decía la radio de su abuela por más que sean veinte veces. Y cuando se recostaron en la cama, sonó en el aparato la voz de una señora cuyo carisma dejaba mucho que desear.

Y se repitió una oración que Jorge tardó en reconocer por “Credo”. La misma mencionaba a un señor que había creado los cielos y la tierra y que tuvo un hijo, que también es señor, como su papá. Jorge no tardó en pensar que él también podría ser señor, como su papá. Se alegró y pensó que podría también él crear los cielos y la tierra, como ese otro señor. Sin embargo, la ráfaga de la duda cruzó su mente un instante, y pensó que aquello sería imposible, pues ya estaba todo creado.

-- ¿Quién es ese señor, abuela? – interrumpió mientras la devota sostenía la pequeña radio entre sus manos.
-- Dios, mi hijo. Él es Dios.

Dios. Dios resultó ser entonces ese “señor” al que siempre le rezaba en compañía de su angelito. Su angelito le ayudaba a nombrar a cada uno de sus parientes malagradecidos para que ese señor los bendijera. Esa costumbre absurda lo aburrió pues, con el correr del tiempo, no sintió ningún beneficio devuelto por la oración de cada uno de esos parientes por los que él rezaba cada noche. Dios lo recompensaría de alguna forma, le decía su mamá, pero Jorge estaba siempre ansioso, esperando la bendición de Dios después de saber que un tornado se llevó a todos sus compañeritos y maestras brujas.

-- ¿Quién es Dios? – dijo luego de reflexionar un poco. Nunca lo había visto, ni siquiera lo había sentido. Su mamá lo matizaba como un señor barbudo, canoso, y con una argolla luminosa, de la que nunca se desprendía, flotando sobre su cabeza.
-- Dios es nuestro creador, Jorgito. Él creó todo lo que ves: los animales, las plantas, las piedras, las nubes, el Sol... ¿viste?
-- ¿Él tiene mucho poder?
-- Claro. Si no lo tuviera, no crearía todo el Universo.
-- Ah...

Jorge procuraba imaginarse cómo sería ese Dios que había creado todo. Pensó que de las puntas de sus dedos se disparaban rayos luminosos que hacían aparecer cosas. ¿Un mago? Tal vez.

-- Y ¿cómo nació Dios?

La abuela Concepción se limitó a suspirar un momento, intentando concentrarse en la radio que hablaba como cotorra. Jorge le tocó el brazo insistiendo una respuesta pronta, extrañado por su tardanza.

-- Él es muy poderoso. Sólo sabremos de Él cuando estemos con Él.
-- Y, ¿cuándo estaremos con Él? – preguntó sin vacilar. Él quería conocer demasiado a ese señor misterioso y raro.
-- Y cuando nos muramos. Si nos portamos bien, Él nos llevará consigo al Cielo.

A Jorge no le satisfizo esa respuesta. Él quería saber quién le creó a ese Dios, cómo apareció en la nada para crear lo que ahora existe. Le parecía demasiado extraño aquel acontecimiento. Seguramente en ese momento había un espacio totalmente blanco, donde no había nada y, de pronto, surgió un puntito negro que se fue agrandando, convirtiéndose en un pequeño agujero en medio de esa “nada”. Pero, repentinamente, de ese agujero salió un brazo con una varita mágica que se apuntó a sí mismo y, rápidamente, apareció un señor barbudo que crearía el planeta Tierra, el Sol, el cosmos. No obstante, ¿quién prueba la aparición de ese puntito negro? Era imposible. La “nada” tiene un concepto indiscutible, tajante, absoluto y sin rodeo alguno. “Nada”. Un espacio en el que nada existe. Un espacio donde no hay nada. Un agujerito en esa “nada” necesitaba pruebas demasiado contundentes para convencer al niño de que, de cualquier manera, en esa “nada” había algo. Ese “algo” podría haber resultado ser Dios, y no podía saber qué fuerza se precisó para que, de la nada, apareciera el poder necesario para crearlo todo.

La tía Ramona le había comentado que existe una “Memoria Universal” que podría probarlo todo y que la misma aparecería en cualquier momento, cuando ese señor barbudo venga a este mundo o cuando se desate una guerra entre el bien y el mal. La respuesta de la tía fue una complacencia provisional porque, a pesar de ello, la duda seguiría vigente. Pero Jorge prefirió mantenerla, él sentía la presencia de Dios cuando rezaba a su angelito, especialmente cuando le pedía por la muerte inmediata de sus enemigos.

***

La noche siguiente Jorge había ido a una reunión de grandes. Al principio no se sintió perdido, pues le agradó escuchar de los señores los chismes que volaban confundiéndose entre el humo del cigarrillo disperso en el aire pero, al rato, sintió que la futilidad de las conversaciones era demasiado grotesca como para seguir escuchando.

-- Yo prefiero tomar ese café que tiene espuma y un poco de salsa blanca. –dijo una voz ronca.
-- Crema es eso, querido, crema... –respondió otra.
-- Oigan, ¿saben lo de la Ruth? –surgió una nueva voz en un costado de la mesa.
-- ¿Ruth? ¿Quién Ruth?
-- Miren, yo opino que hay que agrandar nuestra mesa.
-- Voy al baño un segundo.
-- Traigan la mesa de atrás.
-- ¡La hija de la diputada!
-- ¿Esa?
-- Nadie pues usa la mesa, entonces traje para que pongan sus carteras las chicas.
-- ...Y está embarazada otra vez.
-- El barrio de al lado... dicen que tiene más plazas y parques.
-- Este, de todos modos, es más tranquilo.
-- Y la inseguridad amenaza justo ahora que los militares se sublevan contra nosotros...
-- Yo no sé cómo es posible que a esa edad las niñas menores sean capaces de actuar con semejante imprudencia. ¿Y los padres? Decímena, ¡dónde están los padres!
-- Y mirá, yo creo que debería exigirle a ese sinvergüenza un poco de guita por el banco.
-- Hay que llamar un poco a nuestra Seccional para averiguar si pueden acreditarnos en la mutual el sueldito extra, ¿viste?
-- ¿Cuál sueldo pio?
-- Contó pues ña Úrsula que por poco la diputada no le echa de la casa a su hija. ..

Jorge no se aguantaba las ganas de reír en cualquier momento. Pudo haber pensado que aquella ola de diálogos perdidos nunca conducían a algún interés en común. Coligió entonces que, para ser grande, habría que averiguar un montón de cosas para compartirlas entre personas, entre grandes. De cualquier manera, no sabía de dónde sacar la información.

Había un perro cerca de una almohada púrpura. Jorge lo miró un instante y se le acercó. El fox terrier tenía unos bigotes muy finos y una barba bastante velluda, la suficiente como para atraer a las manos del niño y poder ser acariciada su ternura tentadora. El perro le echó unas lenguas sobre los dedos de la mano izquierda y Jorge se sintió a gusto; había percibido ese cariño insuperable, ese cariño que ni en un ser humano podría él apreciar jamás. Qué sensación tan extraña. Con la otra mano acarició su cabeza, casi abrazándolo. El perro parecía entusiasmado y comenzó a mover la cola. Jorge tenía ganas de conversar con el perro. Éste le inspiraba demasiada confianza. Parecía un amigo tan perfecto que casi no lo podía creer. Su mirada era profunda, la misma se precipitaba en el iris de ese par de ojos grandes, voluminosos y saltones.

“Los perros son animales irracionales” – dijo una vez la maestra de Ciencias Naturales. En ese momento, todos sus compañeros anotaron la frase. Jorge también lo hizo, pero luego quedó pensativo. El perrito que tenía consigo despertaba mucha ternura en él. Mirar los ojos profundos de un perro nos lleva a deducir que aquel siente algo. Cuando lo acarició, el animal movió la cola. Cuando arrimó su mano a la cabeza del perro, éste lo lamió. Las lamidas de un perro son como los besos, de manera que no debés limpiarte las manos húmedas delante de ellos. Ellos, pues, sienten el repudio de sus dueños. Ahora bien, ¿desde cuándo lo irracional despierta algún tipo de sentimientos hacia nosotros? Cuando vemos a un perro -o a un gato- atropellado en el medio del asfalto, sentimos dos cosas: primero, pena por el finado inocente; segundo, rabia por el desconsiderado que lo asesinó. Ese sentimiento trágico que percibimos nosotros cuando nos relacionamos con animales diferentes nace de una conexión oculta, que no se percibe, que mantiene enlazados nuestros sentimientos con los seres que parecen no ser racionales. Miramos los ojos del animal muerto. ¿Qué hay en sus ojos? Hay brillo, hay un mar de sentimientos echados a perder, una inmensa tristeza post mortem. Hay también un deseo frustrado, el de querer volver a casa y lamer los pies de su amo grande y de su amo chico. Si el perro –o el gato- fuera un animal irracional, no tendría razones para lamer –o amar- a sus amos, que haría lo mismo con cualquier persona que se cruzara en su camino. ¿Puede ser, del todo, el perro –o el gato- un animal irracional?

-- Vamos, Jorge... – dijo una voz del fondo.

Se despidió del perro y lo acarició unas cuantas veces para asegurarle su cariño. Cuando salieron a la calle para subir al coche, el perro lo acompañó. Los ojos de Jorge brillaron un poco. Dudaba en volver a ver al animal, pero supo que fue una experiencia inolvidable. El coche arrancó, y Jorge no dejó de mirar al fox terrier. Éste levantó el hocico tratando de atrapar los últimos aires que despedían en el ambiente.

***

Llegó un día en que Jorge no podía emprender solo las hazañas que lo hacían terminar en las manos agresivas de los mayores. Eso explica la necesidad de un cómplice pero el rechazo de los demás era contundente. No era un individuo convencional y en sus amigos no podía depositar la confianza que los uniría por siempre. Entonces no eran amigos, eran, simplemente, individuos del momento. Pasajeros. Pero Jorge pensaba que esa pequeña soledad desaparecería cuando encuentre un igual. Sí. Alguien tan igual a él. Tan inocente. Tan culpable. Tan aburrido. Tan estúpido.

-- ¡Escribiste en el cuaderno tus declaraciones a Analía! – le dijo Osmarcito, alguien tan cercano pero distante a la vez cuando se pelean.
-- Es el rubí de mi corazón nomás le puse. ¿Qué tiene? – desconfió Jorge.
-- Y en las novelas dicen que es declaración de amor cuando cuentan cosas así.
-- ¿No le vas a mostrar, verdad?
-- ¡Sí!

El hijo de puta echó a correr con el cuaderno en busca de Analía. El deseo de perjudicar de aquella rata era evidente. Jorgito se preguntó un rato el porqué, bajando la cabeza y buscando una respuesta en el piso de cemento. Probablemente en esas grietas encuentre la respuesta, en el fondo de algún pronunciado agujero o en una hormiga sabihonda. Pero unas ricitas imbéciles lo distrajeron. Volviendo en sí, vio cómo Osmarcito se alejaba con su secreto para ser vilmente revelado.

Corrió detrás de él tan rápido como pudo. Pero fue inútil. Analía ya lo esperaba con una sonrisa soberbia, indolente, maldita, arrogante.

-- ¿Qué lo que vos escribís sobre mí? – le dijo mostrándole el cuaderno en el que, inocentemente, escribió sus sentimientos poco elevados.
-- Dame na… -- dijo impudiente.

El cuaderno de secretitos y chismes volvió a caer en sus manos. Supo que sería inútil pero, al tomarlo en sus manos, lo descuartizó. Con eso no echaría a la basura del olvido los pensamientos de Analía pero necesitaba un poco de violencia para aplacar su hambre de venganza.

Buscó un cómplice que perjudicara a Osmarcito, pero decidió hacerlo solo. Sabía que sería diferente un nuevo amigo pero, si buscarlo sería imposible; encontrarlo, impensable. Se trataba de una fantasía. Pero él sólo quería vengarse.

Jorge se cuestionaba que su amigo de aventura debía ser tan igual como él. Tenía en la mente el instinto de la destrucción. No sabía que era cobardía no querer ser el único en caer cuando descubran algún acto atroz. Alguien más debe estar ahí. Un compañero con el que brote una inocente amistad de niño. Pero ya era mucho pedir. Y pertenecerse mutuamente sería materialista, posesivo, inútil, vano. Pero igual. Jorgito debía pasarla bien. Si encontraba un mellizo, éste pensaría lo mismo.

Se limitó a fantasear con ese pensamiento sin dejarlo salir afuera. Sin llevar a la práctica la búsqueda de su Robin amigo. Sabía que un mundo de superhéroes era posible. También sabía que era necesario cambiar el rumbo de la humanidad. Para ello, el superhéroe también necesita a su lado alguien que lo ayude y viceversa. Pero prefirió identificarse con cómics y dibujos animados hasta que su historia cambie.

Resulta entonces casi imposible definir el rumbo que tomaría Jorgito. Emprendíó la búsqueda inconsciente de un cómplice que soportara con él las culpas de la intolerancia de los mayores. No quería destruir solo. Quería ver reír a alguien con él pero todos los que lo rodeaban eran aburridos y lo trataban de maricón. No era tan egoísta el pequeño. Todo eso explica que no quería tampoco sentirse la única especie viviente sobre la tierra. Sí. Era un mamut en los finales de la era. La cobardía de niño es comprensible. No soportaría solo las acusaciones de los demás. Los demás tienen la peculiaridad de ser normales y, por ende, superiores. El niño flaco reconocía eso pero, cuando intentaba ser como ellos, cuando intentaba limitarse a correr hasta la meta sin empujar a alguien que corre al costado o limitarse a llevar la taza del desayuno a la pileta sin haberla rota antes, estaba solo y aburrido. La respuesta al por qué del deseo de pertenencia era la falta de egoísmo de su parte. No quería reír solo. Reír solo lo hundiría a la vanidad y la inmundicia del rey midas. Esa soledad sí es detestable. Alguien debía merecer su mano. Su hombro. Su capacidad de destruir edificios mentalmente. Entonces, ¿por qué no deseaba ser egoísta para alcanzar la felicidad plena y no desear ya un cómplice?

Alguien escribirá sobre Jorge cuando lo vean más alto. Alguien nos dará esa respuesta. Probablemente busque otro tipo de cómplices o, sencillamente, encuentre en su interior un reflejo simple de lo que está buscando. Quizá ello forme parte de su desarrollo personal. Probablemente encuentre otro prototipo de ser que se involucre en ello. O no. O continuará latente su búsqueda. O su encuentro.

O quizás ya no le importe. Mas él seguirá pintando con crayón negro las ocurrencias que gotean en su cabeza.

Lo próximo ya es otra historia. Ahora, lo que él debe hacer, es terminar su tarea de Matemáticas.

J.José.
(setiembre de 2005)

Resignación

Fugarse añora la vanguardia de mi gloria
que avizora ya las huestes del olvido.
Hay remordimientos que follan mi nostalgia
pero la realidad perdura y nunca duerme.

Pasado negro que alaba a los placeres
que Dionisio, ovulando, engendró vil;
te encoges en la lejanía del inodoro celestial
y te fundes en el fin de mi carcomida melancolía.

Hoy reposas en la tumba que impuso mi represión
y el ácido brota de mis poros ya lacrados.
En el mundo despreciable que de culpa hoy se libra
mis manos se derriten agotadas en la tierra.