miércoles, 19 de marzo de 2008

Impotencia

Llovía. Una vela iluminaba el rincón de la sala donde descansaba el enorme sofá. La luz de la luna que se entremezclaba entre las pesadas gotas de la lluvia intentaba atravesar los enormes ventanales que miraban a la calle. Y él, no sabía qué hacer con el cuerpo. Había discutido con ella toda la mañana por la culpa de un pendejo que se cruzó, hacían meses, entre ambos. Bueno, era vieja para el muchacho, pero las personas de su edad la considerarían así. Sí, era muy vieja para el muchacho. Según los chismes, él la tenía más dura. A la vieja le costaba lograr que su cónyuge llegara no sólo al orgasmo, sino al orgasmo necesario para hacerla sentir la doncella de Gomorra. Y con el muchacho no se necesitaba mucho trabajo. Como un perro la montaba sobre una mesa. Como una perra se sentía ella mientras un vaivén de jadeos retumbaban sobre el delirio de los dos amantes. Y el viejo se frustró.

Al romper el alba, sucumbió el poder de la droga que lo mantuvo dormido. Aunque le llevó mucho tiempo reconocer que aquella droga le impedía ver lo que Elena hacía con el joven aprovechando la dosis ingerida con el jugo de naranja, no pudo evitar beber un sorbo. Ramón Villegas le había advertido lo de su mujer, y él hizo bien en creer el cuento. La semana pasada fingió una enfermedad, a sabiendas de que su mujer, en lugar de ir al mercado, se encontraría con el joven para follar en su casa. Cuando los vio tomados de la mano y a su esposa que no se aguantaba las ganas de tocar el culo de su joven acompañante, la adrenalina, en bulliciosa algarabía, subiendo a sus sienes, se quedó estancada ahí, hasta el día que reventó.

No podía tolerar que la mujer escurra el nombre de su hombre por el suelo. En el trapo sucio se perdería su hombría y la burla de sus amigos se tornaría una rutina que debería soportar en las juntas de cerveza y peñas.

Observó un instante el cuerpo. ¿Fue necesario forzarla a que tome el líquido? Por supuesto. Su orgullo estaba en juego. Debía eliminarla. No podía aceptar que su mujer reconozca que era tan poco macho. A pesar de ello lo hizo. Podía seguir intentando cogerla como Dios manda. Pero aparece el rencor un instante. Nunca se dio cuenta de las jugadas de la matrona hasta que descubrió todo. Se detuvo mientras se animó a tocarse la verga que seguía ahí, blanda, vieja, decadente y con olor a guardada. Se cruzó por su mente la comparación de ese olor con los ropajes viejos de una tía. Sintió asco y pena de sí mismo. Volvió entonces a mirar el cuerpo de la mujer. Seguía siendo hermoso. Senos pronunciados como montañas nevadas. Los pezones eran cierras en las cimas. Redondeadas. Hechizantes. Y tuvo una erección interna otra vez.

Lloró.

¿Acababa de matar a su mujer por celos o porque tenía consigo su impotencia? Sí. En el cuerpo de ella se relamía la impotencia de él. Miraba con asco pero luego se miraba a sí mismo. La impotencia se arrastraba como una víbora saliendo del ombligo, entrando en su vagina y floreciendo en el culo como un inmaduro retoño verde e inocente. Su erección de adentro lo hizo desearla otra vez. Ella estaba a su merced de nuevo, luego de mucho tiempo. Es que la muy puta se salió siempre con la suya. Era experta en hacerlo dormir con pastillas para que pudiera ella tener la tranquilidad de salir con el joven cuando tenía tiempo de coger con el marido. Pero él era impotente. Y él lo sabía. Pero no podía refutarle nada. Ya se dormía cuando ella se perfumaba para salir.

Y ahora que la tenía ahí, ardía en deseos. En pasión. En querer cogerla como hace años. Cuando le abría las piernas y él entraba dentro de ella castigando sus entrañas con el maldito líquido. Sí. Castigándola con ese dolorcito que se remueve en su vientre revolviendo sus intestinos y causando un cosquilleo en el pecho para luego endurecer sus pezones rozados. Él no podía aguantarse más. No ha cambiado mucho después de la última vez que volvió a fracasar en la cama como marido. Como macho.

Se desprendió la bragueta rápidamente. Su verga blanda meneó un momento. Seguía muerta como la mujer. Su verga ya sólo servía para descargar los residuos que la vejiga ya no podía contener. Sí. Tenía que poseer ese cuerpo muerto de mujer hermosa. Se abalanzó sobre él y decidió montarla. Pero su verga no quería entrar más en ese agujero. Se habrá cansado de entrar ahí o simplemente había muerto como su hombría. Pero igual, la tocó, la friccionó con sus manos. Cubría fuertemente los senos con sus arrugados y temblorosos dedos. Los apretaba fuertemente. Mordía su cuello frío. Estaba maleable ese cuerpecito de princesa. Como nunca. Pero su miembro seguía caído.

Él, sin su hombría, no era nada.

¿De qué servía asesinarla si es su hombría la que debía renacer? Una erección interna no significaba mucho. Ya jamás volvería a sentir la fricción de las vaginas sobre su pene. Era eso lo que le confirmaría la existencia de su honra como macho. Pero ya no volverá a sentirla jamás.

Y eso nos garantiza el revólver que, apuntándolo en su cien, se disparó.

Julio José
(marzo 2006)

1 comentario:

paola dijo...

La muerte ronda tu vuelta...la sombra te deja en silencios que gritan por tus poros , con daga en tus manos, matando el tiempo de templos, logras salir del tunel, logras nacer perverso, atrevido, inmoral, sucio delicioso, hambriento con la violencia de tu sangre macho pujando ... y yo aca desde mi cama quizas me masturbo ...o quizas no...


*pola*